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Espejos

Valeria Guzmán


Aixa

Palabra árabe que significa “mujer”

La noche enciende sus sombras.
Una gota de marfil mancha el cielo de nostalgia.
Ella se desnuda y permanece quieta bajo las sábanas.
El silencio es un espejo que susurra su nombre:
Aixa... Aixa... Aixa...
Y toda su fragilidad atiende al llamado poco a poco.
Un temblor de soledad la sacude desde la raíz.
Crecen las sombras.
Aixa de sus manos murmura una plegaria.
Clama por unos ojos dispuestos a escudriñar su desnudez más franca.
Invoca todo el abrigo que hoy le falta
Desespera porque el que guardián de su deseo la salve de sí misma y haga de su flor en cicatriz una nueva herida que destile luz.
Él es de aire.
Ella entona una canción profana y clara.
Luego el silencio.
Aixa... Aixa... Aixa...
El cielo es un manto de sombras que de un momento a otro se llamará amanecer.
Con el sol vendrá un rostro de niña asomada a la mañana.

Espejos

Ariadna

Ariadna: “De dulce canto”, palabra de origen griego

Ariadna quería ser ave, golondrina, jilguero, gorrión
paloma, cenzonte, ruiseñor, águila o canario.
Se puso un vestido verde, para que el espíritu del bosque llegara sin freno a ella.
Para que la libertad se apoderara del aire de su voz.
Para que la luz se sintiera en confianza.
Se sentó a esperar.
Los duendes del reloj bailaban a su alrededor y los del calendario hacían una ronda más ancha.
Hubo coplas con voces de todos los colores.
Pasaron parvadas que se perdieron en el horizonte.
Ariadna era parte de aquel paisaje pero no lo sentía.
Se miraba de vez en vez en un espejo de agua clara
hasta que se descubrió una sonrisa salpicada en su cara.

En ton ces sus pa la bras se rom pie ron en tri nos.

Y encontró el mejor refugio y bálsamo: su nombre.
Ariadna supo por fin de sí.
La espera terminaba.


La estatua

Magnolia nació de unas manos que la moldearon a la forma de la perfección.

Era una hermosa guerrera, con rasgos minuciosamente trazados y una singular dulzura.

Con los colores más sobrios prendidos a su estampa, se hallaba de pie, firme, luciendo una serenidad inquebrantable. Siempre expuesta a cuanta mirada cruzara el cristal, estaba acostumbrada a la quietud. Ni su condición ni su rigidez le permitieron aprender a andar.

Esa falta de movimiento ayudó a que abrazar no fuera quehacer de sus brazos, a que las palabras nunca cruzaran el umbral de sus labios.

Entregada a posar para los apresurados visitantes de la galería, jamás reparó en mirarse dentro.

Gracias al paso del tiempo la piel se le fue agrietando.

Un día de tantos, un hilillo de viento se coló por una de las grietas. Esa caricia leve y helada produjo un discreto trueno que hizo eco en la oquedad oscura de sus entrañas, dibujando en su trayectoria las líneas de un rayo que amenazaba con tempestades desconocidas.

Hasta entonces no sabía de sentires. Se atormentó tanto al darse cuenta, que se le nubló la vista y la lluvia le inundó la cara hasta humedecérsela de veras.

El barro de su rostro comenzó a ablandarse y la pintura fue resbalándose poco a poco.

De tanto sentir se fue quedando sin color y luego sin forma.

Su corazón era una nube, toda ella temblaba de tan blanda.

Se descubrió frágil en la primera mirada lluviosa que la contempló despintarse, deshacerse: sin la quietud, sin la belleza, sin su ser.

Por fin sincera, tras la vitrina corriendo como río de barro líquido y libre.


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