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Cotidianas

La UdeG... esa madre

Margarita Hernández Contreras


Como pasante de psicología, aquí en Dallas, tan lejos de Guadalajara, en la chamba a veces me llega correspondencia electrónica de la UdeG. Claro, a veces es un golpe de nostalgia, a veces hasta de dolor.

Yo cursé el bachillerato no en tres (lo normal), sino en seis largos años. Tan intensa era la neurosis que me paralizaba que me aplicaron (más de una vez) lo que entonces llamaban el Artículo 108 y que nadie nunca jamás me explicó. Sólo entendí que había sido expulsada de la Universidad de Guadalajara. En mi caso por dejar de ir a mi querida Preparatoria de Jalisco, la llamada Prepa Uno enfrente de la extinta 15a. Zona Militar.

A medida que uno se va haciendo viejo, empieza a darse cuenta de que lo que nos movía intensamente en nuestra juventud ni siquiera debió habernos movido el consabido tapete. Tal fue mi caso. Ahora, como miembro del Club de los Cincuenta, me doy cuenta de mi ineficacia y de la total falta de herramientas para cuidarme y encajar de bien a bien en el mundo que me tocó.

Cuando pienso en mis seis años de prepa siempre recuerdo a los dos profesores que más significaron en ese entonces. Los dos eran ingenieros y maestros de matemáticas. Uno hombre, el otro mujer. El primero, dada mi juventud, fue razón de un intenso enamoramiento (crush le dicen en inglés) de mi parte, fue a quien en el Día del Maestro le regalé mis posesiones más valiosas: mis libros Éxodo de León Uris y tal vez una novela de Herman Hesse con la dedicatoria de “Un gran libro para un gran maestro”. El profesor falleció muy joven y muy repentinamente. Recuerdo que el estudiantado celebraba su fallecimiento por su aparente dureza y exigencia y supuesta competencia con el japonés Yamaguchi, mientras a mí me dolían su muerte y su ausencia. En un momento de angustia yo me acerqué al ingeniero Gilberto Becerra Aceves para pedirle ayuda (me llevó a él mi sola intuición de niña asustada) para hablarle de mi situación y del 108 y para pedirle ayuda explicándole que cuando mi padre llegara de Estados Unidos ese verano y se enterara de que no estaba terminando el bachillerato, me iba a matar o se moriría de la pena, así literalmente.

Por fortuna, Becerra me creyó y habló con los representantes estudiantiles de mi grupo y yo asombrada los oía decir que qué onda con mi caso que porque “Becerra presionaba”. Con un intenso esfuerzo y manotadas de ahogada, una vez que me “levantaron” el 108 me dediqué a regularizarme y recuerdo que el último semestre fue tanto mi empeño que lo pasé con un promedio general de 100.

Algo representa para mí este 100 porque igual lo volví a repetir en noveno semestre de la Escuela de Psicología, promedio general de 100.

Eso me dio por pensar acerca de la universidad. Esos últimos semestres de prepa y facultad, yo decidía abrir las puertas y ventanas de mi cerebro para que la universidad me trasmitiera el conocimiento universal sobre el hombre y la naturaleza que albergaba entre sus paredes. A cambio, yo le demostraba mi amor, mi entrega dedicándome en cuerpo y alma a todas mis materias, no pensando en la calificación sino en la necesidad de adquirir conocimientos, ahora que ella, la universidad, estaba a punto de vomitarme y lanzarme al mundo como mota de polvo a la buena de Dios.

También me di cuenta de que esto era como un reclamo, un tomar conciencia de que ese precioso tiempo que habitamos en el aprendizaje, cuando nuestro cuerpo con todos sus órganos y componentes están como esponja, dispuestos a absorber toda la riqueza de nuestra existencia en este planeta, los cómos y los porqués. Sabiendo que nuestra Universidad de Guadalajara dista mucho de preparar cabalmente a sus jóvenes estudiantes, esos tantos cienes míos eran un reclamo, mi manera de decirle que yo no estaba lista para que me aventara al mundo, que no estaba lista para hacer mi vida en el mundo cruel, que no sentía tener nada que contribuir a mi sociedad, que había que dar marcha atrás para que yo también, ahora con más conciencia, me dedicara a tomarla en serio.

O sea, terminé pensando, la UdeG es como una segunda madre que nos prepara para el mundo.

Hace varias décadas que yo ingresé como nueva preparatoriana a la Prepa Uno y sigo aquí con la nostalgia, el apego y el cariño que me golpean cuando me llegan esos correos electrónicos aquí a la chamba.

¡En la madre!

P. D. Hablé de los dos profesores significativos en mi vida universitaria y no mencioné a la incansable viajera, la ingeniera Elsa Silvia Moyado Zapata, también ya fallecida, que fue una mentora de integridad, dignidad, ética y conocimientos para mí y una mujer sumamente inteligente que, como Becerra, también fomentó en mí el amor por las ciencias exactas, que a ambos mucho les agradezco.


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