Tracatraca se caracteriza por ser muy chistoso. Sobre todo, cuando de dar bromas se trata, y el padre Walter, que realmente es un diácono de la iglesia católica, se caracteriza por la seriedad y la elocuencia. La aeromoza explicó que por algunos euros de más podían comprar un servicio especial de atención. Tracatraca y Walter iban sentados en la fila de en medio, separados por una señora de apariencia oriental.
—Tengo hambre, don Walter.
—Ya vamos a llegar, Tracatraca.
—¿Y si le agarro una manzana a la señora? Va dormida.
—¡No, Tracatraca, no haga eso!
A diez mil pies de altura todo era posible.
Manuel Tracatraca es ganadero chontaleño y minero liberteño. En nuestra estadía en Holanda perseveró en la solicitud de conocer a las chicas de las vitrinas del Barrio Rojo. La noche que nos aventuramos íbamos acompañados por dos holandeses. Tracatraca fue de vitrina en vitrina preguntando los precios por el amor.
—50 euros —contestó una británica.
—Paso luego —replicó.
Por un largo rato se dedicó a observar los cuerpos voluptuosos que se exhibían tras las vitrinas de la capital del sexo, preguntando los costos de un rato de amor.
—¿Cuánto vale? —preguntó a una italiana.
—60 euros —contestó ella, asomándose tras la puerta.
—¿50 euros? —dijo en forma de señas.
—Sí —dijo la italiana.
—Paso al regreso.
Nosotros estábamos en silencio observando la escena, hasta que la chica salió en calzones de cuero muy ajustados.
Manuel prosiguió su búsqueda, mientras ella le gritaba:
—¡Vení! ¡Vení, maricón!
Habían transcurrido cinco días desde que llegamos con el grupo de productores liberteños a los Países Bajos. Manuel, Julio, Danilo, Juan José y Joel. Habíamos superado el frío de -2 grados celsius. Nos advirtió la anfitriona de la casa que no podíamos fumar dentro porque se activaría la alarma contra incendios. Julio salió a fumar mientras Manuel le cerró la puerta. Pasados diez minutos Julio ya no soportaba el frío, por lo que tocó la puerta. Manuel fingió no escuchar el toc toc. Julio continuó con mayor insistencia y Manuel fingió que no miraba nada al asomarse tras la ventana. Pasados cinco minutos, a Julio al fin se le permitió entrar con el frío filtrado en sus rodillas. Pero para Julio no había diferencia entre la ciudad de Doetinchem y la Libertad. Cada vez que su mujer le hacía una videollamada preguntando por el clima, la ropa o la comida, él contestaba:
—¡Igual que allá, igualito!
Después de conocer el centro de la capital de Austria y tomarme algunas fotos en la catedral de San Esteban y en el monumento a la peste fuimos a conocer la casa, a cenar comida nicaragüense adaptada a lo austriaco, ricas cuajadas hechas con leche pasteurizada. Luego del recital de poesía en el restaurante Pablo Neruda fuimos a orillas del río Danubio con los nuevos amigos, entre ellos dos mexicanos, un costarricense y dos austro-nicaragüenses y el resto austriacos.
Compartimos panes y salchichas. Era normal que los nuevos hippies siguieran fumando mariguana.
Entre fogatas y canciones llegó la policía. Luego de preguntar qué hacíamos, uno de los hippies austriacos explicó que sólo fumábamos mariguana y cantábamos. Uno de los policías dijo:
—Está bien, pero no tomen licor.