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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo

Novela por entregas

Capítulo I

Desde las 5:00 a. m. los ojos del tren no cesan de arrojar chorros de luz como si quisieran dispersar la manifestación pacifista de la neblina.

Una hora después el andén cobra vida con el bullicio de la gente, curiosamente todos adultos; unos llegan cargando ligeras maletas; otros, mochilas en la espalda. Los más efusivos son las cuatro parejas de recién casados, que intercambian abrazos, besos y boinas deseándose un feliz viaje de luna de miel.

Entre la maleza de conversaciones animadas y rostros alegres se abrió paso Archipenko, el conductor, un general ruso en retiro, que en su juventud se había enrolado en el Ejército Rojo y posteriormente fue maquinista de trenes siberianos. Archi –así le dicen de cariño–, de casi dos metros de estatura, abdomen abultado, pies lentos un tanto desparramados que lo hacen caminar como pingüino, se enorgullece de llevar en su pecho una placa dorada que dice: “I am the train”, frase que un amigo le mandó grabar en oro puro y luego se la regaló en una Navidad, haciendo alusión a su pesada carrocería. Archi, cuyo pelo y cejas color zanahoria semejan parcelas de llamarada en su piel toronja, luce fresco como una lechuga entre el gentío. Quienes lo conocen de años cuentan que nunca se le ve renegar de la vida, siempre está de buen humor, pues aliviana su obesidad con sus pequeños ojos vivarachos. Sólo le basta enharinarse el rostro y encasquetarse una nariz de payaso para hacer reír a muchos y animar la fiesta.

Detrás de Archipenko venía Petrov, el inspector, un hombre de mediana altura, canoso, de lentes, impecablemente vestido con uniforme de fino caqui, de cuya manga derecha se asoma un incontrolable temblor, señal inequívoca de que el ucraniano padece parcialmente el mal de Parkinson; su mano izquierda evidencia otra cosa, guía con firmeza a Führer, su perro policía.

Después de Petrov se agregó a la rala comitiva cargando una valija de lona, Smith, un veterano de guerra, cabeza rapada con un rabo de mechas en la nuca, tatuajes en el cuello y en los brazos, chaquetilla de cuero, pantalón camuflado, botas de gruesa suela y casquillos apropiados para brincar barricadas y trompear lodazales. Smith se filtró entre los asistentes sin decir siquiera “Con permiso, señores”. Simplemente utilizó una sola mirada fría, despiadada, para que sus ojos se abrieran paso como dos cuchillos negros entre la gente, de tal manera que la masa de voces enmudeció y quedó dividida en islotes.

Enseguida arribaron los chefs, Gattuso y Baggio, acompañados de seis hermosas edecanes. La sola presencia de esas damas fue suficiente para que el clima tenso se evaporara y las dos ínsulas humanas se volvieran a juntar.

Una vez reunida toda la tripulación en el andén, Archipenko activó un chip y automáticamente se abrieron las puertas y se iluminaron los vagones del flamante tren.

Luego de contemplar por unos segundos aquella enorme ballena encallada sobre los rieles, con el vientre relleno de luces, las primeras en subir fueron las seis acompañantes, que se quedaron embelesadas al recorrer la anatomía interior del cetáceo donde la tecnología de punta instaló lo más moderno en termorregulación, resistencia y comodidad. Enseguida subieron el can y los cinco hombres; al entrar estos, el sistema robotizado del convoy cerró todos los accesos mientras afuera, en las bocinas del corredor, se transmitía un aviso en varios idiomas: “Bienvenidos, pasajeros, por favor sean pacientes, en veinte minutos podrán abordar”.

Archipenko se alojó en la cabina de conducción, checó los mandos del tablero y se cercioró de que todos estuvieran en la posición correcta. Petrov, ayudado del canis alemán y provisto de un detector de explosivos, revisó minuciosamente cada uno de los cuatro carros. Los dos chefs italianos se dirigieron al último vagón y se encerraron en su cocina, y las edecanes, por su parte, se repartieron el trabajo en los coches.

Smith simplemente se apoltronó en el cómodo sillón que se le había asignado en el primer carro, al tiempo que acariciaba su bigote y barba a lo Gengis Khan. Solía decir que esas densas poblaciones en su rostro eran un tesoro, una herencia de sus raíces asiáticas que, con los años, se habían encargado de curtir su temperamento de guerrero mongol.


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