Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo
se habrían esfumado en el olvido
Estimado Raúl:
Quiero agradecerte, de nuevo, el inestimable regalo que recibí hace unos días por correo: el libro El infinito en un junco, de Irene Vallejo (el antigüito —es decir, el impreso—, no ese evanescente que fenece a las pocas horas).
Un ejemplar de unas 450 páginas que, a primera vista, pudiera parecer intimidante para los lectores noveles, si no fuera por los mamotretos a los que nos tiene habituada la política editorial afanada en vender toneladas de desechos bibliográficos. En comparación con esos infumables —hechos al vapor y obedeciendo a los caprichos del gran público y al morbo del momento— desde las primeras palabras descubres que te encuentras ante una obra extraordinaria (te pido disculpas por el tono hiperbólico, pero me parece que, por distintas razones, se justifica, como espero demostrarlo en las siguientes líneas).
450 páginas que se leen en un suspiro. “Biblioteca de ensayo”, dice la portada, y uno pensaría que se trata de otro punto en contra del libro, ateniéndonos nuevamente a los gustos de nuestros días, tan inclinados a la narrativa, y en particular a la novela. ¿A quién, que no lo obliguen, le interesa sumergirse en temas que suelen presentarnos como escabrosos y enrevesados?
Y por añadidura leemos en la contraportada: “Este es un libro sobre la historia de los libros”. Contra todo eso, sin embargo, se nos presenta un discurso fluido, ameno, intenso, erudito. Y esas primeras palabras, que te atrapan y te seducen, te llevan de la mano hasta el punto final. Esa misma frase, “historia de los libros”, define ampliamente su contenido: libros de ficción (poesía, épica, narrativa, fábulas, leyendas…) y no ficción (historia, filosofía, política, religión…)
Una historia que abarca desde los primeros registros escritos y hasta la caída del imperio romano. Una historia seductora, emotiva, que te envuelve y renueva y remueve tus conocimientos, tus convicciones, tus emociones. Una historia contada con la habilidad de una narradora (¿no que se trataba de un ensayo?) que hechiza a su auditorio (obvio, nos remonta a la imagen de Scherezada distrayendo al sultán para evitar más crímenes contra las mujeres del reino).
Pero no es sólo la historia de los libros. Incluye a todos los involucrados en el proceso, desde aquellas remotas narraciones orales que se concretaron en el Poema de Gilgamesh, la Ilíada, la Biblia…, pasando por las vicisitudes que, una vez conservados a través de la escritura, permitieron su pervivencia a través de los siglos, concretándose en proyectos como la Biblioteca de Alejandría y en el interés de bibliófilos (por utilizar un término moderno) que reconocían el valor de poseer una biblioteca personal.
Conocemos tanto el interés de Alejandro de Macedonia por preservar los conocimientos de todos los pueblos, como los afanes de incontables personajes anónimos que, de muy diversas maneras, conservaron para las generaciones futuras esa herencia invaluable y que nos ha permitido —para bien y para mal— convertirnos en lo que somos en la actualidad.
Todo eso, insisto, contado a través de amenas anécdotas que ponen el interés en el valor humano, emocional, en la pasión y el amor por el conocimiento, por la transmisión de sucesos y pensamientos que, desde su perspectiva, vale la pena preservar.
Qué más puedo decirte, Raúl. Me pasaría horas recitando los méritos y el contenido del libro, pero con lo dicho me parece que vuelvo a mostrarte mi agradecimiento por este inestimable presente. Concluyo, pues, con las palabras finales del libro (de nuevo me justifico, en obras de esta naturaleza todo es relevante, y presentar el final no elimina el interés de su lectura): “Esta es la historia de una novela coral aún por escribir. El relato de una fabulosa aventura colectiva, la pasión callada de tantos seres humanos unidos por esta misteriosa lealtad: narradoras orales, inventores, escribas, iluminadores, bibliotecarias, traductores, libreras, vendedores ambulantes, maestras, sabios, espías, rebeldes, viajeros, monjas, esclavos, aventureras, impresores. Lectores en sus clubs, en sus casas, en cumbres de montaña, junto al mar que ruge, en las capitales donde la energía se concentra y en los enclaves apartados donde el saber se refugia en tiempos de caos. Gente común cuyos nombres en muchos casos no registra la historia. Los olvidados, las anónimas. Personas que lucharon por nosotros, por los rostros nebulosos del futuro”.
Y agradecer, también, a Irene Vallejo por dar vida a esta historia.
Vallejo, Irene (2020). El infinito en un junco (decimoquinta edición). Siruela (Biblioteca de ensayo):Madrid.