Al inicio del ciclo anterior apliqué una encuesta sobre hábitos de lectura a mis alumnos. En el presente texto recojo las respuestas de los estudiantes de sexto semestre, jóvenes de 18 años aproximadamente, algunos de los cuales realizaron trámites para cursar una licenciatura. La mayor parte de ellos, me parece, hicieron caso omiso de mi recomendación de utilizar la lectura como herramienta para tener un mejor desarrollo escolar y profesional. Ojalá en algún momento reconozcan su importancia.
Las respuestas me permitieron identificar otras cuestiones relacionadas con el trabajo en el aula, y ayudarán a orientar y definir algunas actividades, de lo cual hablaré en su momento. En total, de sesenta alumnos (dos grupos, treinta en cada uno) la contestaron veintiuno (dieciocho en uno, tres en otro). El porcentaje, desde luego, es muy bajo (en uno de ellos apenas el 10%), sin duda porque se trató de una encuesta voluntaria. Se respondió en línea, como parte de las asesorías que suelo darles como preparación para el examen de ingreso a la facultad (actividades que tampoco desarrollan con mucho entusiasmo, y si lo hicieron es porque de ello depende parte de su calificación). Pese a que no se trata de un número significativo de respuestas, arrojó datos valiosos que presento enseguida.
Las preguntas fueron las siguientes, con sus respectivas opciones:
El primer aspecto que llamó mi atención fue la inconsistencia de algunas respuestas. Por una parte señalan que sí dedican tiempo a leer, pero al final contestan que no leen porque les da flojera. En este mismo sentido, la respuesta mayoritaria indica que sólo leen el mínimo que solicitan los maestros. Poco más del 25% reconoció que lee por encima de esa exigencia. El 40% no lee información o material relacionado con su materia favorita o con la carrera que están interesados en cursar. Marcan cierta materia como su “favorita” y al momento de señalar la carrera que estudiarán es una completamente opuesta (biología y estudiarán computación, por ejemplo); aunque esta situación está relacionada con cuestiones que van más allá de lo que se pueda comentar en estas líneas. En estas consideraciones generales, ahora me pregunto si para la pregunta tres no hubiera sido necesario incluir la opción “menos de lo que me piden los profes”.
La diferencia entre las respuestas sobre sus hábitos de lectura y el hecho de leer lo que les agrada (el porcentaje es mayor en este rubro) indica que esa que podríamos considerar como lectura obligatoria (“lectura utilitaria” la llama Felipe Garrido, en oposición a la “lectura por placer”) no lo consideran como un hábito, sino como una obligación, y por tanto no la consideran como tal.
Hubo una respuesta que llamó particularmente mi atención: en la pregunta diez alguien señaló que “no tiene acceso a los libros”. Por su edad, creo que a estos jóvenes les tocó el programa de “Bibliotecas de aula”, y sin duda en la secundaria tenían a su disposición el material de la biblioteca de su escuela, lo mismo que ahora en la preparatoria. Además, la mayoría de ellos fueron mis alumnos en primero, cuando les presenté el proyecto de la sala de lectura. Así que decir que no tienen acceso a los libros significa que, a estas alturas de su educación, el libro sigue siendo un objeto invisible en su realidad.
La referencia de sus materias favoritas y la carrera que estudiarán presenta grupos variopintos, con gustos e intereses incluidos en el amplio abanico de las áreas del conocimiento, lo cual obliga a los profesores (no sólo a los de español y literatura) a diversificar su práctica y a ofrecerles el mayor número de opciones de lectura para permitirles conocer más y profundizar en aquello que llama su atención. En días pasados un profesor de matemáticas me comentaba que, por la dificultad de los alumnos para entender la manera como se plantean los problemas de su área, ha optado por proporcionarles material de lectura. “Qué bueno”, le dije, “ojalá todos los profesores hicieran lo mismo”.
Sobre las respuestas de la octava pregunta, aunque disponen de ocho opciones, la mayoría elige apenas una o dos; son pocos los que marcan tres o más. Por ser del mayor interés, desgloso el total de respuestas: textos científicos: 6; libros policiacos y de terror: 12; ciencia-ficción: 11; teatro: 0 (cero); cuento y novela: 13; poesía: 3; historias de amor: 9; cómics: 7.
Qué suerte que en mi sala de lectura abundan los libros de cuentos y las novelas, que fueron los que obtuvieron la más alta puntuación. Lamentablemente, los que le siguen en el gusto de los muchachos, los libros policiacos, de terror y ciencia-ficción, no abundan. Este dato, si bien no es nuevo para mí (cuando mis alumnos acuden a mi sala de lectura por un libro por lo general me piden esa clase de obras), vale la pena considerarlo, por si del otro lado hay un lector que quiera trabajar una sala de lectura o desee recomendaciones para incrementar el acervo, aquí está la respuesta. Valdría la pena, por supuesto, si por ahí hay un consentido que recibe apoyos para la adquisición de material bibliográfico, que se enfocara (sin descuidar el resto, por supuesto) en estos y en las historias de amor y en los cómics.
En algún momento discutía con una maestra de teatro (en mi papel de poeta y de profe que da puntos extra a sus alumnos si leen libros de poesía) sobre los gustos lectores de los estudiantes; yo le decía que la poesía era el género al que menos se acercaban los muchachos, y ella aseguraba que estaba equivocado: el teatro es lo que menos leen. Bueno, esta encuesta le dio la razón. Ambos géneros quedaron en el último lugar, pero mientras para la primera se obtuvieron tres votos, el segundo obtuvo CERO.
Permítaseme la siguiente observación: la encuesta la contestaron antes de que en el salón realizáramos una lectura dramatizada. Para entonces, sin embargo, ya habíamos leído y comentado una antología de poesía. La pieza elegida los divierte mucho, y sin duda cambia su percepción sobre lo que es el teatro; quiero pensar que si hubieran contestado después de esta lectura el resultado hubiera sido otro.
No puedo menos que reflexionar sobre algunas cuestiones del trabajo que se hace en el aula sobre la promoción de la lectura, en particular sobre el teatro. Invito al lector a que haga un pequeño ejercicio de memoria: ¿cuántas piezas teatrales leyó a lo largo de su formación escolar, desde la primaria hasta el bachillerato? ¿Cuántos profesores que no tuvieran un perfil relacionado con el teatro leyeron con ellos textos de este género?
No me refiero a una motivación específica para asistir a alguna función teatral (de lo cual, sin embargo, nuestra comunidad teatral se queja con justicia: es difícil atraer públicos a los teatros de la localidad) sino a una invitación para leer teatro. Más allá de los clásicos Shakespeare, Molière y algunos más, es poco lo que se incentiva en este sentido. En particular, cuando algún alumno (que ha ocurrido) me pide un libro de teatro le advierto que se trata de un libreto, y que él como lector debe visualizar la escenografía que se sugiere, e imaginarse a los personajes y, sobre todo, entender los conflictos que se desarrollan y la manera como estos influyen en las emociones, las reacciones y el comportamiento de los personajes, lo cual se expresa a través de su cuerpo, sus gestos y las inflexiones de la voz, todo lo cual debe recrear “como si se tratara de una película”, le digo para proporcionarle una referencia más cercana a sus experiencias cotidianas.
Desde mis inicios como profe me propuse incluir obras de teatro en mis clases, que leíamos en grupo. Al principio dejaba que ellos hicieran el trabajo, pero al darme cuenta que en la lectura eliminaban todos los matices y las emociones implícitas en los diálogos opté por asumir el protagónico y, de esa manera, el resto de los participantes se involucran en mi lectura y también gritan, lloran, ríen y, en general, cumplen con las indicaciones que da el autor en las acotaciones, con muy buenos resultados.
Por otra parte, me asombra que el teatro, con todos los recursos didácticos que involucra y las incontables opciones que proporciona para dinamizar el trabajo en el aula, se soslaye de esa manera (pues el hecho de que nadie se interese por el teatro habla de que los profesores lo dejan de lado completamente). En este libro del que tanto hablo (discúlpenme por favor, pero si yo no me promociono, quién lo hará), Imaginación y sentido, sugiero algunas actividades para aprovechar los recursos del teatro para trabajar diferentes áreas del conocimiento.
Los profes de química, por ejemplo, pueden pedir a los estudiantes que investiguen las características de los elementos, y a partir de dichas características considerarlos como personajes, y ponerlos a dialogar y a pelearse entre ellos, que el Oro y el Platino estén enamorados de la Plata (que tiene unas curvas de ensueño), por ejemplo, y que se agarren a trompadas hasta que uno de ellos quede fundido o qué sé yo. Los profes de biología pueden poner a sus alumnos a estudiar etología, y de acuerdo con el comportamiento de los animales, escribir algún guion teatral… en fin, que las opciones pueden ser ilimitadas.
Recuerdo, también, que en los sesentas y en los setentas (por influencia de la psicología) se puso de moda utilizar el teatro para plantear problemas de tipo social. La psicología proporciona mucha bibliografía para trabajarlo en procesos de diversa índole, y me parece que el profe (prácticamente de todas las áreas del conocimiento) puede aprovecharlo de diferentes formas para desarrollar un buen número de contenidos. Con tantas opciones, ¿por qué esta ceguera de los estudiantes (y, peor, de los maestros) hacia toda la riqueza y las múltiples oportunidades didácticas que nos ofrece el teatro?
En la última pregunta, de las cinco opciones una no obtuvo puntos (“los profesores no me explican bien las lecturas”): ¿Quiere decir que somos muy buenos para explicar las lecturas? ¿O será porque me tomaron como referencia y me paso el semestre molestándolos con mis explicaciones? Otra (“no tengo acceso a los libros”), con un punto, ya la comenté.
Cerca de un 25% señaló que le da flojera leer. Nótese, insisto, que se trata de estudiantes de sexto semestre, es decir, que ya cursaron toda la educación básica (diez años) y están al final del bachillerato (tres años, más los que reprobaron). Habría que considerar si este porcentaje representa el verdadero número de jóvenes a los que les da flojera leer o si, por el contrario, derivado de mis amenazas (si en clase alguien me dice que no le gusta leer o que le da flojera hacerlo al momento le digo que está reprobado) no responden con honestidad.
En total veintiuno de ellos (este número no representa el 100%, porque en esta pregunta podían optar por más de una respuesta) señalaron que les cuesta trabajo concentrarse (doce, más de la mitad) y que no entienden las palabras (nueve, casi el 50%). Este dato deberá aprovecharse para trabajar en ambos sentidos: diseñar actividades que ayuden a los estudiantes a fijar su atención, a concentrarse (lo cual sin duda repercutirá favorablemente en su desarrollo como estudiantes y en otras áreas de su vida), así como en enriquecer su vocabulario.
Pese a que el número de encuestados no fue muy extenso, las respuestas permitieron realizar una serie de reflexiones que, espero, nos permitan diversificar y enriquecer nuestro trabajo con los jóvenes.
Angélica Cázares
Flor Pagán Puerto Rico
Paulina García González
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