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Arriero, el señor

Eudón Larios Sánchez


En algún momento del año llega el momento de ausentarme de mi hogar con rumbo a Talpa de Allende. Por lo general suelo ir para Semana Santa. Es agradable ir a pie hasta Talpa, y te recomiendo esta sana práctica mientras puedas.

Saliendo de Guadalajara, pasas por varios municipios. Primero Zapopan, luego Tala, Ameca, Teuchitlán, Mixtlán, Atenguillo. Infinidad de pueblos y rancherías. Observas gente por donde menos te esperas y de repente ya estás entablando conversación con alguien, como me ocurrió una vez, en medio de la sierra, sobre la brecha, más allá de Ameca.

Mis planes de cada año se habían modificado en las fechas acostumbradas, ya que en 1999 tuve que viajar por un lapso de dos semanas, lejos, allá por el norte de mi querido México.

De manera que un compromiso familiar me orilló a emprender el viaje a Talpa en épocas desacostumbradas. Es por eso que iba solo y a paso de huarache veloz. Ya iba muy retirado de la ciudad de Ameca. Recuerdo que salí muy de madrugada, mucho antes de que el sol despuntara por encima de los cerros que iba dejando atrás con mi trote. El firmamento estaba lleno de estrellas a las primeras horas de la madrugada, dos días después del 17 de marzo, cuando se realizó una famosa corrida de caballos en Agua Prieta, Sonora, y yo acudí a aquellos rumbos lejanos en la frontera del norte. A pie, pero no descalzo, bajo las estrellas que con su luz apenas iluminaban el sendero, pues la luna había dejado de iluminar poco después de reiniciar mi trayecto en el hotel Imperial, cerca de Ameca. El satélite cumplió su ciclo por el día y se ocultó al otro lado de los cerros que a gran distancia se encontraban de mí, así quedé en tinieblas a eso de las 4:35 del 19 de marzo de 1999.

Dos días caminando, paso a paso, únicamente con la gran compañía de mi Dios y la venia de la santísima virgen del Rosario de Talpa, y a una hora del próximo punto de descanso. El tramo Ameca-Lagunillas implica recorrer veintidós kilómetros, no digo que en línea recta porque tiene sus curvas, y la verdad ya iba agotado y mis pantorrillas estaban medio entumidas no sé si por falta de energía o por exceso de frío. Mi grabadora y un puñado de casetes interrumpían el silencio junto a los cantos de varios pájaros que, posados sobre las ramas de los mezquites, armonizaban alegres la mañana. En esta zona abundan esos árboles por el tipo de suelo impregnado de cal.

Percibí entonces el ruido de un tractor. Asombrado y estupefacto me quedé inmóvil varios segundos, con la boca abierta, pues en menos de cinco minutos el tractor me alcanzó. Y me preguntaba cómo había sido posible que en aquel profundo silencio no me hubiera percatado antes del sonido de la máquina, que debía escucharse a gran distancia en aquella soledad.

Ahí estaba ya el tractor, a mi costado izquierdo, con dos personas. Observé algo extraño en aquellos dos individuos, pero no le di mayor importancia: sus ropas eran como de seda y de colores muy brillantes.

El saludo matinal no se hizo esperar.

—Vamos a Lagunillas, ¿quiere un aventón? —gritó el conductor.

Lo pensé unos segundos y acepté, trepando al tractor.

—¿A dónde vas?

—Voy con rumbo a Talpa, a ver a la virgen.

Debo de hacer notar que, al subirme, el acompañante me cedió su lugar, acomodándose a mi lado izquierdo. La plática comenzó, tomando la iniciativa el chofer.

—¿Desde dónde vienes?

—Desde Guadalajara —respondí con orgullo.

—¿Vienes caminando desde Ameca?

—No, inicié donde vivo, allá en Guadalajara.

—¿Cuántas veces has ido caminando a Talpa?

—No sé exactamente, pues no las he contado, pero desde 1978 empecé a ir a pie, menos tres ocasiones por diversas razones.

—Es mucha tu devoción por ir —añadió.

—Así es —respondí.

Tomó la iniciativa y me relató que experimentó tres fracasos peregrinando a Talpa:

—El primero no llegamos porque el carro se descompuso. El segundo iba a pie con unos amigos, pero me torcí un tobillo y no llegué. Y el tercero ya iba cuando me pasó otro detalle. Pienso que la virgen no quiere que vaya a verla y la verdad ya no he hecho el intento.

Mientras me contaba de sus tres fracasos, me percaté de ciertos detalles que me llamaron mucho la atención. Tratándose de agricultores, me pareció extraña la total limpieza que pude observar en sus manos, uñas, rostro, barba y pelo castaño, medio ondulado y crecido hasta la altura de sus hombros. Me preguntó:

—¿Por qué vas a ver a la virgen?

—Por devoción, por tradición familiar, si así lo quiere tomar, y porque me gusta —contesté.

—¿Y cuál es tu manda?

A flor de labio traía la contestación, que he compartido infinidad de veces:

—Mientras viva y me den Dios y la virgen de Talpa licencia de caminar con bien, iré andando hasta su santuario. Mi otra manda es invitar a quien sea a que me acompañe a esta peregrinación tan hermosa cada año. Busco motivar, emocionar y dar alegría con mi corto léxico a los que se toman la molestia de oírme. Así trato de encontrar la manera de incrementar nuestro grupo año con año.

Por su parte, me platicó con detalle de un lugar que desconozco y al que me invitó a que acudiera, por el rumbo de Morena: me proporcionó santo y seña del pueblo, que se llama Jarácuaro, donde se venera con devoción a un Cristo hecho de madera de guayabo. Lo que me pareció intrigante es que la figura fue esculpida en un tamaño pequeño y que conforme pasa el tiempo va creciendo, notándosele cambios diminutos. No le aseguré que algún día iría, pero en mis adentros revoloteó la idea de visitarlo más adelante; espero que sea en vida, ya sea solo o con mi familia.

Así veníamos, a plática y plática durante el trayecto y a cada tramo pensaba: “Debo bajarme y seguir mi camino andando”, pero nada: seguía arriba del tractor enfrascado en la plática. Pronto llegamos a la comunidad de La Villita. De ahí a Jayamitla es un trecho de aproximadamente medio kilómetro. Escuchamos una banda de música en vivo, pues en todos los pequeños pueblos de estos rumbos el 19 de marzo se venera a san José como patrono.

Entonces decidí apearme del vehículo. Agradecí a aquellos dos caballeros por el aventón, anunciándoles: “Voy a echar una bailadita con esta gente y luego sigo mi camino”. Y no era cualquier orquestita, pues se trataba de la banda El Limón. Guau y más guau. Sólo cuatro parejas bailaban al son de la música.

El tractor se esfumó pronto y dejé de escuchar su motor. ¿Por qué? Lo ignoro, pero en ese momento en mi cerebro se dibujó la figura del señor que conducía el tractor como si armara un rompecabezas en mi mente. Tardía fue mi reacción tras esos veinte o treinta segundos transcurridos desde que me bajé del vehículo, fue cuando caí en la cuenta de que aquel arriero, que yo suponía no debía estar limpio por su oficio y por ser entre semana… ¡Válgame Dios! Qué pureza la de aquella figura: su parecido es inconfundible: ¡sí, por supuesto! No era semejante, era él, estoy completamente seguro: Jesús, nuestro señor frente a mí. Y no me despedí de manos como suelo hacerlo con todos mis semejantes.

Esos segundos valiosísimos bastaron para no volver a verlo. Desesperado, corrí con mi mochila a la espalda algunos metros cuesta arriba, pero ya no lo vi.

Y aún incrédulo pensé que, si no se trataba de Jesucristo, sin duda en Lagunillas estará el tractor, o alguien lo verá por la zona. Preguntando por el vehículo, me informarán que lo han visto, y me dirán “mire, ahí está”, y en ese momento sabré que estaba equivocado.

Regresé a disfrutar de la música, cuyo género también es de mi agrado, y a observar por un rato a aquellas parejas que seguían en el fandango. No eran expertos, ¡pero cómo le echaban enjundia!

Decidí retirarme y una hora y treinta minutos más tarde arribaba a Lagunillas. Al ir pasando junto a las pocas viviendas que tiene el pueblo al lado izquierdo del sendero y muy atento escudriñaba, cual detective experto, buscando aquel artefacto verde con el que me habían dado aventón.

Pregunté por el tractor a todos con los que me topaba en mi camino y su respuesta fue la misma, como si se hubieran puesto de acuerdo: “No, por aquí no ha pasado ningún tractor”.

Comprendí que la dicha no les llega a todos, sino sólo a unos cuantos y en ciertas circunstancias.

En esa hora del día, despuntando el sol por encima de los cerros atrás de mí, me llegó y vivo con la idea de que algún día tengo que ir, no sé cuándo, a Jarácuaro, pues tengo una cita y es con él.


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