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Hambre

Andrés Guzmán Díaz


Hambre

El asfalto tiene sed
de triunfo,
de coeficiente bajo de fricción,
de lluvia nitrogenada.

El asfalto tiene sed
de rodillas enclenques
que permiten la
            entrada
de pululantes bacterias,
de pelotas fugitivas,
de meados al pie de un poste.

El asfalto tiene sed
de escupitajos,
de temblores,
de grietas que esperan
una semilla predilecta,
que abren y cierran a placer árboles antitéticos.

El asfalto tiene sed
de tu sangre,
de tu mirada que se pierde adentro,
            elevada
como los brazos que agitas
para sujetarte la vida.

Vuelas ya,
paloma negra,
porque tus alas son vestidos que atrapan la brisa
y la contienen,
como bolsa al volante.

Tu sangre,
cual agua en blanca arena,
sacia por un instante eterno
del asfalto la sed,
de los dioses el hambre.


Soneto en veinticuatro siete

Que en la noche te a(b)(r)rasa en idëales,
que los primeros sueños son a un tiempo
un recordar vago interminable
y un volar dulce entre líquidos (hu)ecos.

Que en la tarde camina sobre sol,
se corren los minutos como mïel,
saborea sal en paladar el polvo,
quita torres y andadores penetra.

Que en las mañanas araña enmaraña
los dedos que semejan trenzas largas
y con lentitud müeve sus matas

entumidas en rara posición.
Que se posee a sí en ti y contigo yo
y por ti ha de anunciarse solo.


Cerremos los ojos

Al final del día, olvidemos que la puerta no quedó asegurada. Los ladrones de los sueños no osarán salir del armario sombrío, los asesinos vacilarán si en verdad la cama tiene algún valor o si la cabecera metálica rechina por hambre.

Al final del día, olvidemos que nadie llamó ni llamamos a nadie. Los milagros son saludos que jamás acontecen, las despedidas brillan por su ausencia y los abrazos se rompen al ceder del tirón del tiempo y del espacio.

Al final del día, olvidemos que nuestras actividades no significan nada, que pagamos miles o millones en una educación inservible, en un automóvil desechable, en una casa de juguete, en tulipanes con olor a cigarro y whiskey, en vicios i(rre)(m)parables.

Al final del día, olvidemos que por nuestras venas corren voltios voraces, que nuestros ojos son pantallas —output, no input—, que nuestro Smartbrain S6 ha sido la innovación más nefasta de dios.

Al final del día, olvidemos las balas infinitas en aquella arma comunitaria. Olvidemos la inútil búsqueda de lo inocuo y la perpetua iniquidad.

Al final del día, olvidemos que la puerta —igual que la vida— no quedó asegurada, que las moiras, mientras dormimos, han empezado ya a racionar el rocío mortífero sobre nuestros yertos cadáveres.


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