No me gusta despedirme de los muertos.
No contestan y no escuchan,
aunque los ves,
no están ahí.
Y ¿qué les dices?
¿Hasta pronto?
¿Cuídate?
¿Nos vemos?
¿Te acuerdas?
¿Qué pasó?
Se parecen,
pero no son ellos.
Ya se fueron.
Hubiera preferido despedirlos vivos:
invitarlos a volver,
abrazarlos,
recargarme en ellos,
mirarlos a los ojos húmedos.
O cuando menos:
abrir la tapa de la caja y
removerlos,
despertarlos,
ayudarles a salir.
Y preguntarles:
¿Qué te pasa?
¿Qué haces ahí?
Si no te has ido.
¿Quién te dijo?
¿A dónde?
¡No es cierto!
¡Si estás aquí!
¿Qué no te ves?
¡Levántate!
¡Abre los ojos!
Dame la mano,
nos faltan muchas,
tómate otra,
la que nunca fue
la última y nos vamos,
¡A la calle!
¡A tu casa!
Adonde sea,
ahora yo te llevo.
¿Qué pasó?...