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Relojes muertos

Eva María Medina Moreno España

I

Me habían subido de planta. Venía del comedor, donde se oían ruidos; de cubiertos, de platos, los enfermos hablaban alto. En la primera planta ni se hablaban ni se miraban, y si lo hacían, no se veían, como si algo interno se hubiese apagado.

Me tumbé en la cama, con las manos debajo de la cabeza, repasando la pintura de las paredes. Encontré dónde estaba el trabajo bien hecho y dónde no se habían esforzado lo suficiente, y recordé la conversación con mi jefe. Me había llamado por la mañana. Me dijo que no me preocupase, que todo iría bien. ¿A qué se referiría?, ¿mi estado mental?, ¿el trabajo?

En el baño me fijé en mis ojos. El negro de pupilas ensanchándose. Surgieron más: grandes, pequeños, miopes, alargados. Estos ojos me observaban. ¿Dónde está la verdad?, ¿soy yo verdad? Intenté no pensar en ello, pero esas figuras parecían escrutarme. ¿Vemos realmente la imagen de lo que somos? Espejos cóncavos, convexos. Engaños de la mente, espejos que distorsionan las formas. Esos ojos saben la verdad. Y están todos. Director, compañeros, vecinos, portera. Me están esperando. Y lo saben todo. ¿Enfrentar esos ojos a los míos? ¿Volver a trabajar sabiendo que ellos saben, que disimulan que yo sé que saben?

Fui hacia la ventana. Con ese “lo saben todo” en mi cabeza, retorcí la cortina y miré tras el cristal. Las piernas de una mujer que cruzaba la calle parecían salirse de las rayas blancas del suelo. Alcé los ojos todo lo que pude, escalando barras de hierro que trazaban formas cuadradas. Los brazos de esa mujer: largos, delgados, con brío. Subía las escaleras del hospital.

Bajé todo lo deprisa que pude. Llegué a la puerta faltándome el aire, tosiendo. Ya no estaba. Miré el reloj. Eran las cinco de la tarde. Decidí ir a la cafetería, tomarme algo, y dejar que el tiempo pasara.

De pie, en la barra, alguien me habló. Gregorio. Era alto y escuchimizado. Lo primero que vi fueron sus rizos. Parecía simpático. Me contó que no tenía problemas, que era su mujer que le desquiciaba. Todos los días lo mismo: “Estás borracho, estaba preocupada, es muy tarde”. “Me enervaba, y seguía, seguía, hasta conseguir que acabase pegándole. Como si necesitara algún argumento para dejarme. Desde el divorcio la echo de menos, si consigo dejar de beber…” El límite, pensé mientras él seguía hablando, una línea tan fina, qué fácil traspasarla y verse perdido al otro lado, sin poder hallar el camino de vuelta.

A las cinco, de nuevo en la ventana, oliendo a Ultraviolet Man, buscando los huecos entre las rejas. Veía un trozo de semáforo, el negro del alquitrán, brazos desnudos, ¿y ella? Me agaché. “Quizá desde abajo pueda verla mejor”. Y, como si mirase a través de un microscopio, vi sustancias verdes moverse. Eran sus ojos. Cuando volví a mirar, ya no estaba.

Fui a la cafetería. Gregorio me llamó desde una mesa del fondo. Se extrañó al verme tan elegante. Le dije que había venido mi novia. Sonrió y, con un codazo y un “¡qué calladito te lo tenías!”, me presentó al grupo. Una mujer con la cara hinchada, un adolescente de ojos azules, una chica rubia, y un hombre gordo con barba. Contesté a sus preguntas sin saber muy bien si era yo el que hablaba, como si la voz saliera con distinto tono y emplease palabras que no solía utilizar.

La mujer de cara hinchada contó, sonriente, borracheras con su marido en un hotel de Nueva York. “Empezó a beber para contentarle”, me dijo Gregorio, “y ahora ella también es alcohólica, como en Días de vino y rosas”. Mientras Cristina seguía con las borracheras, me asaltaron esos ojos verdes tras los barrotes. Y ya no era ella sino yo el que disfrutaba con mi novia en ese hotel de la Gran Manzana. Imagen que fue rota por el chico de ojos azules que gritaba: “¡El coche perdido, el coche perdido!” Gregorio me dio un codazo, “está tocao”. Clavé mis ojos en los suyos. Retiró la mirada, bajando la vista al suelo.

Entre ese “está tocao” se acumulaban historias: la del relojero que bebía para mejorar su pulso en el trabajo, Gregorio contando sus últimos ligues, la mirada perdida del gordo de la barba. Y esos ojos verdes, y anorexia. ¿Anorexia? Anorexia nerviosa, anorexia nerviosa. Tuve que dejarlo, la cabeza me daba vueltas.

La imagen de mi novia volvió a surgir. Sus ojos, querían decirme tantas cosas. Sentí que esos ojos me eran familiares, a pesar de no haberlos visto nunca, y que sería difícil dejar de pensar en ellos, hasta conseguir que esas pupilas se fijasen en las mías. Estar más atento. Ver lo máximo de ella, más partes. Bostecé, una, dos veces. Los párpados cayeron. Quise subirlos. No pude. La figura de la mujer de ojos verdes se hizo más nítida. Estaba esperando a cruzar la calle. Intenté fijarme en sus facciones. Las rejas lo impedían, seccionando cara y cuerpo, de un modo raro, arbitrario. El pelo, antes castaño, era ahora negro: un negro sucio, enredado. Los labios, más carnosos, pintados de un rojo sangre. Grité, acordándome de que el pelo y los labios eran de una prostituta con la que había estado. ¡Cómo me habría confundido! Abrí los ojos. Todos me miraban. Estaba sudoroso. Me toqué la frente, tendría décimas. Gregorio me ayudó a levantarme cogiéndome de un brazo. Apoyé la cabeza en su hombro hasta llegar a mi habitación. Me tumbó en la cama. Quería quedarse conmigo, pero le dije que no, que no había dormido bien esa noche, eso era todo. “Luego vengo”, dijo seguido del ruido seco de la puerta.

Eran las cinco y media de la tarde del día siguiente. Me desperté de la siesta sintiéndome culpable, como si hubiera quedado con ella y no me hubiese presentado. Recordé el día en que me fijé en su pelo castaño, recogido por detrás. Me la imaginé soltándoselo. Se quitaba las horquillas, despacio, muy despacio. Primero la de la derecha, la de la izquierda después. Tenía más horquillas, que se quitó girando sus brazos como en una danza árabe. Me puse de lado, hacia la ventana. Me bajé la cremallera. Ella no se lo merecía. Pero empezó a acariciarse el pelo, entremetiendo los dedos, mirándome burlona, con ese entornar de ojos. Metí la mano dentro de los calzoncillos, insultándola, culpabilizándola de aquello. Me hablaba, palabras que no entendía. Ese mover de labios aceleró el movimiento. Se subía la falda, acariciándose los muslos. Después, sus dedos entre las bragas. Me corrí, en tres espasmos algo dolorosos. No quise preocuparme, la primera vez no suele ser la mejor. Me tumbé boca arriba buscando su imagen. Antes de encontrarla, me quedé dormido.

Las seis menos diez. Me acerqué a la ventana. El no haber estado a las cinco me calmó la búsqueda, pero agrandó la quemazón. Me pareció verla, al lado del semáforo, esperando que el hombrecillo de manos rígidas cambiase a verde. El semáforo se abrió. Una mujer. No muy alta, hombros anchos. Era ella. Caminaba con ese clic especial de su cadera. Era ella. Me miré en el cristal. Me vi tan desalmado que me escondí detrás de la cortina, sacando solo la cabeza. Hoy la veía diferente. Llevaba un traje negro con cuello redondo, ajustado de pecho y cintura, que luego caía en tiras en forma de triángulos invertidos. Tendría una cita. Con algún médico. Empecé a moverme como animal salvaje al que acabaran de encerrar; de la ventana a la puerta, de la puerta a la cama, de la cama al sillón. La imagen del médico acercándose a ella. Su brazo, por encima del sofá, apenas tocando su piel, rozando el escote de su vestido negro

Me eché sobre la cama. Las imágenes se repetían, como hojas que te dan en la cara movidas por el viento; las mismas, que parecen las mismas. El médico, más cerca, de sus labios, de su cuerpo. Empecé a sudar. Me veía en una escena dentro de otra; ellos con el televisor encendido sin voz, y yo, dentro, viéndolo todo.

Cuando Gregorio llegó, yo seguía en la cama. Me preguntó qué tal estaba y, sin dejar que contestase, me habló de Inma. Vivía en el barrio de Salamanca y estudiaba Artes y Oficios. Mientras me narraba, se golpeaba la frente con los dedos. Luego, los brazos desconectados, arrítmicos. Recordé que, cuando se refería a su exmujer, parecía que un hilo o alambre atravesara su cuerpo atemperando gestos, posturas. Hasta que se ofuscaba porque ella le había dejado. “Total, no bebía tanto y le había pegado poco, dos o tres veces”.

Ahora era Inma. Rubia. Los rasgos, “algo sumisos”. El cuerpo, “alargado, músculos flacos”. “Anoréxica, pero de buena familia”. Cuando escuché esto, me reí. Noté que su silencio me censuraba. “Esta vez es distinto”, me dijo.

Segundos más tarde, cambió de expresión. Sonreía y, al darme palmadas en la espalda, comprendí lo que vendría después.

Bajábamos las escaleras. Todo perdía perspectiva. ¿Estábamos ingresados en un hospital? En la planta tercera vi a dos enfermeras salir de una de las habitaciones y a varios locos desorientados. Entonces, todo se volvió más raro, como si un aura extraña, difusa, nos estuviese persiguiendo, para que a las doce se rompiera el hechizo y nos diésemos cuenta de que no podíamos huir de ellos, ni del centro, ni de esa realidad que nos envolvía.

Cuando llegamos a la habitación de Inma, la puerta estaba abierta. Me quedé paralizado. Allí estaban esas motas de un verde oscuro sobre ese fondo claro; un verde ligero, casi transparente. Se llamaba Ángela. Al besarla bajé la vista fijándome en sus brazos, unos brazos musculosos que me excitaron. Se me hacía raro, esos rasgos masculinos en una mujer tan mujer.

Fuimos a la cafetería. Antes de que ellas se sentaran, Gregorio retiró las sillas, que se engancharon en las patas metálicas de la mesa. Intentó sacarlas. No pudo. Va a ir mal, me dije. Al tercer o cuarto intento lo consiguió. Sonreí desdeñando un mal augurio.

Hablábamos. El olor del café mezclándose con ese olor seco, ácido y a la vez agrio de su perfume. Mientras la escuchaba me vi acariciando la taza, notando el calor, la suavidad. No quise mirar a Gregorio. La dejé sobre la mesa y, al dejarla, noté algo áspero: la mesa, la aspereza de la mesa. Y todo pareció derrumbarse. Pensé que debía relajarme y considerar todo en su conjunto: la aspereza de la mesa con la suavidad de la taza.

Nos despedimos de ellas. De camino al comedor, Gregorio me guiñó un ojo: “¿Te ha gustado, eh?” Desvié la mirada hasta que oí: “¿Y tu novia?” Me sonrojé. Le conté la verdad. Me dijo que estaba chalao. “¡¿Mira que si se entera de que tienes novia, que es ella, y que ni ella lo sabe?!” Nos miramos y no pudimos aguantar la risa.

Después de cenar me fui pronto a dormir. Gregorio se quedó con Inma. Cuando llegué a mi cuarto me tumbé sobre la cama. No me acordaba de lo que habíamos hablado. Sé que todo había ido bien. Me desvestí, tirando la ropa al suelo. Me puse boca arriba: piernas y brazos ligeramente separados. Miré al techo. Las caras, no me había fijado. Solo la veía a ella, y de un modo entrecortado, borroso. Todo en ella me gustaba. Su nariz ancha, su cara redonda, sus ojos verdes. Lo imperfecto la hacía más bella. No sería tan linda sin esas pantorrillas como patas de jilguero, que eran suyas, que no podían ser de otra. Más bella, más perfecta dentro de lo imperfecto. Grandes tetas y un buen culo, no demasiado respingón.

Me empalmé. No quería masturbarrne. Cuando estuviésemos juntos que ella lo hiciera, apretando contra mi estómago. Que luego sintiese su lengua bordeando. Lo sentía. Sentía esa humedad íntima y no podía alejarla, decirle que no. Ahora me penetraba, era ella quien lo hacía. Entrar, sus fluidos, y esa vagina que presionaba, que rodeaba mi pene de tal forma que parecía hecho para ella.

Primer capítulo de la novela Relojes muertos, publicado con permiso de la autora. Playa de Ákaba, 2015, Madrid.


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