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Responsabilidad ecológica

Rubén Hernández Hernández

Por su edad, vestimenta, el modo de abrazar los libros como una tabla de salvación, no de un naufragio sino apenas para mantenerse a flote en una simple alberca de balneario y, por la mirada de sabia y resignada impotencia que no deja aflorar la rabia, pisé el freno y le abrí la portezuela del automóvil para satisfacer su petición —brazo, mano derecha y pulgar levantados y ondulantes.

Como algún suspicaz habrá imaginado, se trataba de una maestra, profesora, educadora, académica, sinónimos más sinónimos menos que solo denotan a una persona que vive en la cuasi indigencia, esperando que los sindicatos, alguna vez, de verdad, reivindiquen las causas del magisterio nacional y le ofrezcan, para la vejez, una pensión que alcance para comer tres veces al día.

Subió al auto. No hacía ni frío, ni calor excesivo. No llovía tampoco, por lo que los comentarios acerca del clima, como preámbulo para iniciar la charla, resultaban poco propicios.

Un anuncio radiofónico fue la salvación para ambos. Creo que ella estaba al borde de la angustia a causa del prolongado silencio que se adensaba en el interior del coche de un desconocido.

Se publicitaban embutidos y carnes frías que, obviamente, ni el propio locutor comería.

—Yo soy vegetariana —reveló con una convicción digna de sacerdotisa de la casta de los brahmanes, pero frase al fin, sirvió para fracturar el aire con sonidos más humanos que los provenientes del parloteo de la radio.

—Yo también —declaré solidario no porque lo fuera en verdad, sino para no herir con gratuitos desacuerdos a quien a lo mejor podría dejar algunos trozos de filete para que otras familias, entre ellas la mía, a su debido tiempo, los degustaran.

Dimos entonces en hablar de la devastación de los bosques; de la depredación sistemática del planeta, de la extinción de miles de especies vegetales y animales; de los campos de cultivo convertidos en corrales para la crianza de todo tipo de ganado, en fin, temas que se deben tratar con fingida inquietud y la absoluta desvergüenza de quien nada hace para remediar los males que refiere, a sabiendas de que millones de terrícolas han expresado recurrentemente el mismo discurso sin decidirse a renunciar a unos litros de agua en su baño diario, previo calentamiento del bóiler a su máxima potencia.

La dejé a las puertas de una secundaria donde en fila india entraban con sonámbulos pasos seres uniformados, aún indecisos entre prolongar la infancia o arribar a la juventud, pero pensando obtener de ambas etapas el máximo provecho, con el mínimo esfuerzo de la imaginación, disciplina y talento.

No volví a ver a la mujer sino transcurridos dos meses en un puesto de tacos.

Ella pedía, ¿pedía?, más bien reclamaba otros tres de lengua sin cebolla. Fue, ciertamente, una elemental ironía la que se me ocurrió en ese momento.

Cuando ella advirtió mi inquisitiva mirada no se inmutó. Siguió comiendo lenta, pero firmemente con movimientos rítmicos de mandíbula.

Como yo iba solo y quien ocupaba la única mesa del puesto de fritangas era la maestra, comimos juntos.

Desde luego, a ninguno de los dos se le ocurrió mencionar nada acerca del vegetarianismo.

Yo pagué la cuenta. Como es de suponerse, el costo de la carne está al alza.


Jumb25

Estancia

Andrés Guzmán Díaz


Jumb26

Circunloquio

Lina Caffarello, Argentina