Logo

La exigencia de ser y la salud

Juan Castañeda Jiménez

De manera creciente, el mundo demanda desempeños óptimos y, paradójicamente, ofrece cada vez menos por ellos. La necesidad de sobrevivir orilla a muchos a aceptar migajas, casi a mendigar a cambio de su trabajo. Los derechos laborales gradualmente se han venido reduciendo: la capacidad adquisitiva, la seguridad social y el retiro se ven amenazados por contratos temporales. El futuro para los jóvenes parece incierto. Por otra parte, los récords se elevan continuamente: nada es suficiente. Esta circunstancia promueve desgaste orgánico y mental que trastoca el equilibrio saludable.

Desde el siglo pasado pensadores como Didier Anzieu (1987: 19) afirmaban que la cultura, con su tendencia a eliminar límites, favorece la inmadurez:

“No es sorprendente que una civilización que cultiva ambiciones desmesuradas, que privilegia la exigencia que el individuo quede bajo la responsabilidad global de la pareja, la familia, las instituciones sociales, que incita pasivamente a la abolición de todo sentimiento de límites en los éxtasis artificiales que se buscan en las drogas químicas y en otras, que expone al niño, cada vez más frecuentemente único, a la concentración traumatizante sobre él, del inconsciente de sus padres en el marco de un hogar cada vez más restringido en número de participantes y en estabilidad, no es sorprendente, pues, que tal cultura favorezca la inmadurez y que suscite una proliferación de los trastornos psíquicos límite”.

La tendencia a desvalorizar lo que se tiene, sea lo que sea, más que excepción parece la regla. En este contexto todo éxito es efímero y perecedero. La consecuencia es el estado de agobio y agotamiento. Las vivencias con respecto a las cosas y procesos poco a poco se van arraigando en el comportamiento hasta formar parte del propio ser. En lo poco y en lo mucho, todo parece transitorio, intercambiable, substituible… sin valor.

El contexto estimula comportamientos de insaciabilidad. La familia, a réplica del contexto más amplio, repite esas prácticas entre sus miembros. Regatea el amor incondicional que requieren los más pequeños y favorece el sentimiento de insuficiencia. Los niños se desviven por complacer a los adultos pero pocas veces lo logran. Más bien suelen encontrar desvalorización por sus iniciativas y acciones que solo buscan la aceptación. Bastaría que los adultos reconocieran las iniciativas del niño como genuinas y válidas (aunque por el momento no puedan satisfacerse) para que se sintieran valorados. Pero los adultos suelen exigir renuncias costosas como condición para merecer algo de amor:

“Si ser bueno le procura el amor, el niño hará todo cuanto esté en su mano para ser bueno, incluyendo la supresión de los ‘malos’ sentimientos. Así, la culpabilidad lo encerrará para toda su vida en una pauta en la que niega los sentimientos negativos u hostiles hacia las personas que se supone que ama. La retención inconsciente de estos sentimientos produce un estado de tensión crónica en los músculos, especialmente en los de la parte superior de la espalda” (Lowen, 2013).

En el afán de ser reconocidas, algunas personas se traicionan a sí mismas y viven estrés crónico como consecuencia de procurar satisfacer a la autoridad aunque eso implique su propia anulación. Lo trágico es que a final de cuentas ni siquiera logran su propósito o lo consiguen solo por momentos. Con el tiempo, estas prácticas dan lugar al sentimiento de insuficiencia.

Las personas que ejercen profesiones perfeccionistas como la de médicos, maestros, músicos, etc., suelen estar atrapadas por impulsos inconscientes conflictivos frente a sus anhelos de aprecio. Los músicos suelen ser críticos jueces de la ejecución de un homólogo, de la misma forma que un sacerdote puede impedirse disfrutar de la homilía del colega. Al actuar de esta forma, se pierde la posibilidad de disfrutar por estar demasiado centrado en las fallas.

La fuerza de la costumbre termina por arraigar estos comportamientos en las formas y funcionamiento del cuerpo. No es raro observar actitudes competitivas instaladas en el cuerpo. Meyer Friedman y Samuel Rosenman descubrieron regularidades en pacientes con problemas del corazón:

“Observaron que casi todos los pacientes coronarios mostraban una semejanza en su expresión facial, sus gestos corporales y su manera de hablar. La mandíbula apretada y los músculos de la boca tensos eran detalles característicos, junto con una postura tensa del cuerpo, un rápido golpeteo con los dedos o movimiento de las rodillas, los puños apretados durante la conversación ordinaria, el rechinar de dientes, los movimientos rápidos del cuerpo, la manera rápida de hablar y la impaciencia con la manera de hablar lenta de los demás; también una mueca como de gruñido en las comisuras de los labios, que descubre parcialmente los dientes.

“Estas personas también reaccionaban de un modo similar frente a los hechos de la vida cotidiana: eran muy competitivas, con un intenso impulso de ganar; se irritaban con mucha facilidad cuando otros no estaban de acuerdo con ellos; tenían opiniones fijas, que defendían airadamente; se impacientaban cuando el tráfico los detenía o tenían que hacer cola; querían ver las cosas terminadas, por lo que comían y andaban deprisa; y no podían tolerar la inactividad.

“Friedman y Rosenman clasificaron a las personas que mostraban todos o algunos de estos rasgos como individuos del tipo A, y a las que estaban libres de ellos, individuos del tipo B. Describieron al individuo del tipo A como una persona extremadamente tensa, afectada de un sentimiento de urgencia temporal, que albergaba una hostilidad fluctuante de la que no era consciente y que luchaba contra una autoestima reducida, que compensaba con los éxitos” (Lowen, op. cit.).

Las investigaciones de Friedman y Rosenman indicaron que las personas del tipo A tienen dificultades para metabolizar la grasa de su sangre, independientemente de que padezcan o no problemas del corazón. Posteriormente se descubrió que tienen niveles más altos de norepinefrina (que es la “hormona de la lucha”) en la sangre:

“Además, secretan más ACTH, la hormona que estimula la producción de las hormonas corticosteroides del estrés en la glándula suprarrenal, y menos de lo normal en cuanto a hormonas pituitarias del crecimiento, mientras que reaccionan de modo exagerado al azúcar produciendo excesivas cantidades de insulina. […] Varios otros estudios han sugerido que la hostilidad puede ser el factor determinante de la aparición de enfermedades del corazón. Dombroski y otros autores, al analizar nuevamente los datos de entrevistas estructuradas con pacientes coronarios en una única muestra angiográfica, descubrieron que ‘los niveles altos de potencial de hostilidad’ y ‘cólera interna’ —en otras palabras, cólera reprimida— ‘estaban en estrecha correlación con una mayor gravedad de la arteriosclerosis coronaria (CAD)’ ” (ibídem).

Lowen supone que las personas de nuestra cultura tienen un grado u otro de cólera reprimida y cita a Friedman y Rosenman, quienes coinciden con él cuando sostienen que “una de las causas que más contribuye a fomentar la inseguridad es el hecho de que la persona del tipo A no recibiera, en los primeros años de su infancia, amor incondicional, afecto y estímulo por parte de uno de sus padres o de ambos”.

Agregaría que la falta de amor incondicional es muy esencial pero no afecta a todos de la misma forma. Es posible encontrar personas que no son del tipo A, a pesar de haber carecido del amor incondicional. A las personas más sensibles y aprensivas se les dificulta sobrellevar la falta de amor incondicional e instalan, de manera inconsciente, un comportamiento orientado a obtener ese amor que no tuvieron en la infancia. Lo irónico es que la elección de personas de las que anhelan ese amor se parecen a las que se los negaron y, entonces, las probabilidades de repetición son muy altas. El resultado suele ser la frustración y la tensión consiguiente que ello implica:

“Todo estado de tensión del cuerpo está asociado con algún sentimiento de culpabilidad. En ausencia de éste, todos nos sentiríamos dignos de amor, indiferentes al hecho de que nuestro comportamiento podría no ser aceptado siempre. Seríamos capaces de decir: ‘Soy quien soy, y me acepto a mí mismo’. El sentimiento de culpabilidad es un juicio que nos hacemos a nosotros mismos y según el cual hay algo malo en nosotros y no somos dignos de amor a menos que nos lo ganemos con buenas acciones” (ibídem).

Si en lugar de culpa sintiéramos derecho a manifestar sentimientos genuinos a pesar de ser incómodos o inaceptables para otros, con alta probabilidad encontraríamos comprensión. Muchas personas se niegan a expresar cólera a su pareja porque creen que ello puede llevarles a la ruptura, pero suele ocurrir lo contrario: cuando se manifiesta el enojo, suele ocurrir una reconciliación. Una discusión sincera consolida el amor en lugar de destruirlo. Para vencer el miedo a perder lo poco que se ha conseguido es preciso arriesgarlo. Dejarlo por iniciativa propia. Resistirse a seguir siendo lo que uno no es.

Es preciso dejar de traicionarnos a nosotros mismos porque, como sostiene Branden: “La aceptación de mí mismo es mi negativa a permanecer en una relación de confrontación conmigo mismo” (Branden, 1994: 111). Si bien es fácil decirlo, a cada momento se pone a prueba la decisión de abandonar la autoconfrontación en la costumbre de juzgarnos, maltratarnos, descalificarnos, y muchos otros hábitos contrarios a la decisión de vivir en congruencia con lo que somos. Hay que estar alerta para evitar maltratos perpetrados por uno mismo.

Fuera de nosotros mismos, nadie puede confirmarnos valiosos. Solo valen los juicios de quienes consideramos importantes y por ello nadie puede juzgarnos sin nuestro consentimiento. Hemos de reconocernos valiosos y actuar en consecuencia sin aceptar menos de los demás.

El primer paso consiste en aceptar los sentimientos que esconden las formas rígidas del propio cuerpo. Luego, alterar rigideces corporales, quebrantar la rutina instalada con algún ejercicio bioenergético que permita descubrir la experiencia de sufrimiento que subyace y cuesta mucho reconocer. Modificar posturas, relajar la musculatura libera recuerdos que han de ser elaborados. Sí, hay que llorarlos en poderosos sollozos que emerjan desde el abdomen en oleadas involuntarias capaces de exonerar tristezas instaladas en las formas y funciones del cuerpo.

La risa también puede sacar tensión del cuerpo pero no la tristeza. Es interesante que el sollozo y la risa tengan una respuesta fisiológica casi idéntica pero, de manera psicológica, son cosas distintas. La risa relaja pero, con el tiempo, el cuerpo se recarga de las mismas tensiones. Solo el llanto vehemente tiene el poder de liberar tristeza y dar posibilidades de elaboración. La paz definitiva se alcanza cuando se determinar por qué y cómo se encerró el corazón y “qué fuerzas y miedos lo mantienen cerrado” (Lowen, op. cit.).

Así pues, existen dos planos para el trabajo liberador: por una parte flexibilizar rigideces corporales y, por otro, esclarecer sentimientos reprimidos que formaron la coraza de carácter que aisló al corazón de los ataques exteriores. El reino del amor fue usurpado por el reino del miedo. “El rey niño era mi corazón; el consejero era mi cabeza”. Cuando mi cabeza decidió en la esfera del amor, usurpó al corazón. “El papel del consejero es mantener informado al rey y ayudarlo a ejecutar sus decisiones: el corazón dirá lo que hay que hacer, y la cabeza le dirá el mejor modo de hacerlo. […] Si queremos curar un corazón roto debemos aclarar el papel que el amor desempeña en la vida” (ibídem).

La persona que ha desarrollado su potencial amoroso puede dar y recibir amor. Pero si se estancó en el amor infantil, cuando dice a alguien “te quiero” podría significar “temo la soledad”, “sin ti no sabría qué hacer”, etc. También puede confundirse el amor con la lucha por controlar. Es frecuente confirmar la tendencia al control entre los amantes. Pero las luchas por el poder son más estorbo que ayuda:

“El respeto es esencial en cualquier relación de amor entre adultos maduros. En ausencia del respeto de sí mismo, el sentimiento de amor tiene una cualidad infantil o aniñada y expresa más la necesidad de apoyo y crianza que la experiencia compartida de buenos sentimientos. En ausencia del respeto por la pareja, la relación degenera en una relación de conveniencia” (ibídem).

Quien está dispuesto a amar procura respetarse y respetar con el mismo escrúpulo. Por ejemplo, no solo acepta las decisiones del ser querido sino que las respalda; puede postergar sus intereses para comprender y complacer al ser amado (esta renuncia desde fuera puede parecer sacrificada, pero al amoroso le resulta un honor); abandona insultos aunque existan discusiones airadas.

La confianza es otro aspecto del amor y consiste en hablar con sinceridad de todo lo que importa y no callarse lo que molesta; hablarlo a tiempo y de forma directa en el tono que corresponda a la circunstancia es condición para mantener la dignidad. Prefiere un no sincero que una aceptación obligada. El valor de un “te quiero” de una persona que sabe decir “no” o “sí” sin empacho es distinto del “te quiero” de una persona que no se atreve a decir lo que siente:

“En una relación no se trata de conseguir lo que uno quiere, sino de decir lo que uno siente. Todos reconocemos que la falta de comunicación es un problema en las relaciones. Pero, al igual que no hablamos claro y no expresamos nuestros verdaderos sentimientos, tampoco oímos lo que los demás tienen que decir. Oímos las palabras, pero demasiado a menudo las tomamos como un ataque personal, no como la afirmación de los sentimientos de otra persona. Al cerrar nuestra mente, también cerramos nuestro corazón. En este caso, la situación degenera en un conflicto que solo el uso del poder puede resolver. La otra persona puede someterse a nosotros, o nosotros a ella, para mantener la relación. Sin embargo, al comportarnos de este modo estamos perpetuando la pauta existente en nuestro hogar cuando éramos niños, donde el ‘no’ de la madre o el padre era siempre la última palabra. [...] Evidentemente, una mente abierta, un corazón abierto y la disposición a escuchar son esenciales para la persona que ama. Así es una personalidad que integra la cabeza y el corazón con la sexualidad” (Lowen, op. cit.).

La dignidad tiene que ver con la sinceridad, la integridad y la lealtad que sostiene a una persona orgullosamente erguida frente a sí mismo y frente los demás. Pero en esta persona el orgullo no es soberbia, sino el sincero reconocimiento de su integridad. La sinceridad implica hablar con la verdad, tener una sola cara; la integridad hace ver a la persona de una sola pieza: respeta su palabra y por ello cuida mucho lo que dice. La lealtad es congruencia y correspondencia frente a sí y los otros: es una persona de fiar.

Las personas amorosas integran la cabeza con el corazón, es decir, dicen lo que sienten y sienten lo que dicen. Sus actos dan cuenta de sus convicciones. “Una persona amorosa ama la vida, todo lo que vive y todas las cosas que sostienen la vida. Este amor es lo que promueve el proceso continuo de la vida humana, animal y vegetal. [...] El deber y el amor son incompatibles, ya que el amor es la respuesta de un hombre libre cuyo deber es, quizá, ser una persona que ama” (ibídem).

Bibliografía

Anzieu, D. (1987). El yo-piel (S. Vidaurrazaga, Trad.). Madrid: Biblioteca Nueva.

Branden, N. (1994). Los seis pilares de la autoestima. México: Paidós.

Lowen, A. (2013). El amor, el sexo y la salud del corazón. Herder (Ed.) Recuperado de https://itun.es/mx/tVTlR.l .


Jumb36

Psicología y seguros médicos

Dolores García Pérez


Jumb4

Nivel de cumplimiento: 100

Luis Rico Chávez


Jumb5

Paulo Freire

Juan Antonio Castañeda


Jumb1

Piratería informática

Juan Manuel Ruiz


Jumb2

Humanidades y ciencias sociales

Núñez | Ortega