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Una muerte extraordinaria

Andrés Guzmán Díaz

Alrededor de las 8:15 de la mañana del día jueves 10 de diciembre de 2015 se presume que murió Juan Adalberto Casillas Mustia, hombre de aproximadamente 74 años de edad, por una causa extraordinaria, en su domicilio de la calle Independencia, en la colonia Centro.

—Aún no sabemos con exactitud qué fue lo que pasó —relata un policía ante las cámaras de la cadena noticiera local—. Las vecinas aquí presentes llamaron a las unidades médicas, las cuales en cumplimiento de su deber, pues llegaron al lugar de los hechos, el cual es la casa del occiso, el cual pues no… en realidad no, nadie sabe por qué falleció.

—Fue doña Irma, la señora que lo cuida, quien se dio cuenta que el señor Adalberto ya estaba bien muerto cuando llegó –dice una vecina–. Yo lo conocí poco, ¿verdad? Pero sí era retebuena gente, el señor. Una vez hasta me dijo: “mira, Pancha, debemos cuidar más los árboles de la calle porque la gente les tira y les tira basura”. Yo le dije: “No me llamo Pancha, pero mañana mismo le ponemos el letrero, don Ádal”.

Las cámaras enfocan un letrero muy oxidado en el que apenas puede leerse: “No tire vasura”.

Los paramédicos extraen de su casa al señor Casillas Mustia, o al menos el cuerpo que solía habitar, cubierto con una manta blanca. Los reporteros se acercan rápidamente hasta la camilla y les dicen que vuelvan a salir porque los quieren grabar, que destapen al muertito para que la gente sienta compasión, tantita compasión por un alma en pena. Se miran entre sí los paramédicos y luego a su superior, quien les expresa con una mueca que hagan lo que dicen aquellos señores.

—En estos precisos instantes están trasladando el cuerpo del señor que respondía al nombre de Juan Adalberto Casillas Mustia —anuncia con dicción perfecta el reportero más experimentado— al Centro Forense de la ciudad para que le realicen las pruebas pertinentes que puedan señalar las causas por las que el señor dejó este mundo. Con imágenes de Ramiro Ibáñez, soy Ignacio Contreras, Noticias Tapatías.



El señor Adalberto está sentado frente al televisor pequeño en su cocina. Come un tazón de avena mientras ve las noticias matutinas. Todo es normal: gente que pide caridad porque no le alcanza el dinero para una operación que le salvaría la vida; eventos organizados por el Gobierno para disfrutar en los próximos días de la Navidad; fríos nuevos que vienen desde el norte, trayendo muerte y desesperación a los más pobres; el Presidente inaugura una escuela para comunidades indígenas, rodeado de gente trajeada, todos sudando por los rayos insoportables del sol.

Justo termina de comer la última cucharada de avena cuando escucha una noticia impactante: la República ahora tendrá 32 estados, pues el Distrito Federal será considerado una entidad más de la Federación, fue lo que decidieron ayer algunos diputa… El sonido dejó de tener importancia para el señor Adalberto. Apaga la televisión, pone los trastes en el fregadero, listos para ser lavados en cuanto llegue doña Irma y se dirige hacia su sillón antiguo de tela.

Permanece así mucho tiempo o quizá poco, pero él sintió que fue mucho. Se quita sus lentes y se frota los párpados, como cargado del cansancio de años. Su mano se congela en su sien derecha y mira hacia la ventana. 32 estados. La cabeza le duele, le pide sueño, descanso, quizá porque solo durmió cuatro horas. 32 estados, dijo el conductor. ¿Qué sabe un joven conductor de noticias sobre los estados, sobre El Estado? Por Dios. Se quita las pantuflas y se estira, buscando que su columna no se encoja mucho hoy. Recuerdo que la maestra Ruth nos decía: 31 estados y un Distrito Federal, apréndanselo, muchachos. Le hemos fallado, señora Ruth. Perdónenos, pues no sabemos lo que hacemos.

Se pone a pensar en los millones de libros atajados, justo en la imprenta, aquellos libros dedicados al aprendizaje. No, dice el jefe que siempre no, que México tiene 32 estados. ¿Seguro? Lo acaba de decir Don Casimiro, el de las noticias de la mañana. Ah, pues entonces ya no hay que seguir con la impresión, ¡que se quemen estos libros! Y luego, se imprimarán otros tantos que digan que México está conformado por 32 entidades federativas. La maestra Ruth aventará reglas desde el cielo, reprendiendo así la ignorancia de los miles de millones de niños que digan en el examen: México tiene 32 estados, miss.

Piensa y piensa el señor Adalberto. La capital de los Estados Unidos Mexicanos es un estado, ¿cuándo se ha visto una cosa semejante? La capital de Brasil es San Pablo; la de Argentina, Buenos Aires; la de Alemania, Berlín; la de China, Pekín. Ningún estado, jamás; todas son ciudades enormes. ¿Y la capital de este nuevo estado? ¿Cuál es la ciudad capital de la Ciudad de México? ¿La Colonia Roma? ¿Alguna delegación importante? No, ya no habrá delegaciones, sino alcaldías, pero ya no existen los alcaldes, ¿verdad, maestra Ruth? ¿O sí? Y si ya no había, los traerán de nuevo, han resucitado después de trescientos años. No, no, no. Más años… menos, porque quizá… ¿Menos años?

Adalberto empieza a mecerse de un lado hacia otro, adelante y atrás, poco a poco. No sé, no sé. ¿Y su nombre? Ya no puede llamarse “Ciudad de México” porque ya no es una ciudad, sino un Estado. Que se llame Estado de México; no, pero entonces tendrían que cambiarle el nombre al actual Estado de México. Dios mío, tal vez quieran hacer de éste un país, independiente, como Cataluña, aunque aquí el Estado de México es el estado más importante, donde tienen que fungir como gobernadores los próximos presidentes. ¿Y si conserva el nombre “Distrito Federal”? Qué tonto, no, ya no hay distrito alguno, sino 32 estados.

Ahora tiembla también y sus movimientos son más pronunciados, más salvajes. Grita: 32 estados, maestra Ruth. ¡Usted estaba equivocada! ¡Usted nos condenó a los 45 millones de estudiantes que educó en su carrera! ¡Nos mintió, nos condenó! ¡Hija de puta! Se ríe al decir esto último. ¡Desgraciada perra! ¡Púdrase en el averno! ¡32 estados! Treintaidós… treinta y dos… tres dos, tres dos, tres dos, t-t-t-t r-r-r-r e-e-e-e s-s-s-s-s t, t, t…



Dicen los estudios forenses que el señor Adalberto sufrió algo muy similar a un infarto cerebral, aunque nada pueden asegurar y tratan de explicar que la mente es algo con lo que no se puede estar cien por ciento seguro. Dicen quienes estuvieron en la sala del señor Adalberto que había una regla gastada de madera muy cerca de él, jamás vista por doña Irma siquiera, pero no había señales de sangre, ni siquiera la más mínima contusión.


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