A quien amé
y me amó sufriendo
Cuán sabio parece tu rostro en el lento naufragio de la sangre. Por tus ojos asoma el marasmo de medusas muertas, ya cristales de sal en voraz carcoma.
Tu silencio habla del ardiente clavo en el costado. Despiertas sin redención alguna, desde que florece el alba hasta el gemir de sombras.
La osamenta congelada en dolor cimbra el camastro de isla solitaria.
Por la tarascada al pecho, sabes de tu cuerpo ajeno para siempre a la lluvia amanecida.
Anhelas el retorno a los simples elementos: carbono y calcio, apenas rastros de tiempo en la pulida brisa.
Luego ser eslabón de olvido
y heredad de muerte.
Es tu pregunta de siempre: ¿cuándo inició esta rotación de espejos en el abismo de la noche?
¿Quién porta un rostro conocido en el laberinto donde nuestra alma se comercia?
El óxido corroe el pensamiento; nuestros ojos llagan el aire, la sangre es azogue, la caricia, escoria.
La tierra nos prosterna en clima de cólera,
nada sobrevive.
La mala leche alimenta
nuestra habitual guarida.
En mi celebración de escombros visto mi cuerpo.
Imagino al personaje del espejo. Un perro aúlla en la banqueta.
Con vocación de canalla transito territorios donde ciegan los veneros que sacian la sed del mundo.
Abrocho mi camisa de bestia que se extingue. Se descarría mi sangre.
Las sombras trizan mis confines. El día me arroja en camino de guijarros.
El corazón urde palabras de una soledad que se subleva.
Sostengo un castillo de naipes con mano temblorosa
nadie contempla el prodigio.
I
Navegas en la piel que clama un puerto.
Las lenguas se sueldan al tizón de la caricia, hurgan en el abierto mar del beso. Cimbra tu cintura y los ombligos fundan paraísos.
La carne porta las llaves del reino.
Por tus piernas lacustres germinan sueños de vigilia. Tu pecho abre su vuelo a la historia verdadera. Nuestra casa es tiempo sin puentes: telaraña demencial que el hijo abandona con cuerpo leve para aprehender el viento.
II
Dices buenas noches, y la ventana se enturbia de maleza. El cuerpo revienta, la demás gente camina. Concluyes entre ganglios que ya no se comprenden.
La última desolación enciende tu máscara de mármol.
Te obsequian obituarios de familia.
No sabes ahora, ni sabrás nunca.