Llegaste como un instante incierto en mi vida.
Lo rodeaste de un lúgubre adiós anunciado que nunca quise afrontar, pero sucedió.
De pronto se asomó a mi cotidianidad familiar un pequeño miembro, y ahora sin querer he de ser mamá-tía o tía-mamá.
Un adiós fue suficiente para ser la sucesora de mamá y obtener el más alto grado que una tía puede llegar a tener: tía-mamá.
Compras, brincos, tareas, reglas, límites, regalos y navidades acontecen en la vida maternal, se vuelven el peso para balancear todos los días como una especie de ordenador de tareas, que se precisa cumplir poco a poco.
La vida me dio un destino en el que comprensión, amor y cariño deben ser ahora mis pilares en esta maternidad heredada y ortodoxa.
Ella partió justo después de escuchar por última vez tu tierna voz en Whatsapp y desde entonces entendí, decidí y abrí mis brazos para activar mi maternidad para Danna y decir, con gran orgullo: “Ahora es mi hija, pero seguirá siendo tu hija, nuestra hija”.
Ser madre sucesora es elegir y renunciar; es compromiso y sacrificios; es aprendizaje y decisión. Es verse envuelta en el tiempo-espacio en el que existes para otra persona de tiempo completo.
Abrazos, regaños, lecciones, lágrimas son las instrucciones para seguir. Un abrazo para curar, un regaño luego de una lección por aprender, unas lágrimas para seguir.
Ella se fue y tú llegaste.
Ahora te doy la bienvenida, sobrina-hija, para educarte, protegerte y verte crecer desde los ojos de tu madre y los míos.
Bienvenida a mi vida.