Uno de los mejores exponentes del rock mexicano, Jaime López, siempre ha mantenido una relación íntima con Guadalajara. Las líneas: “Si le enseño la cartera / ¡qué cara pone el señor casero!; / nomás traigo su retrato, / ¡ay, mamá, qué curvas y yo sin frenos!”, fueron inspiradas por una tapatía “que ya se volvió famosa” y, por cortesía y caballerosidad, omite el nombre: “No puedo decir quién es por respeto a ella. Pero yo espero que ella lo diga, y entonces yo seré el primero en decir: sí, era ella”.
Esta relación se remonta a su juventud y abarca también los ámbitos de la música y de la poesía (en alguna época, Jaime López montó un espectáculo con el poeta tapatío Ricardo Castillo). Durante un diálogo sostenido antes del concierto que dio en esta ciudad, el artista evoca:
“Guanatos, a principios de los setenta, era la ciudad más educada en el rock, dentro de lo poco que se oía; tú podías oír las mejores vertientes del rock. Creo que todavía. Se podía oír la mejor música, se podía tocar la mejor música. Me acuerdo cuando empezaba la pista de hielo en lo que ahora es un supermercado. ¡Puta! Los mejores fusileros tocaban “American woman”, “Born on the Bayou”… eran unos supermúsicos”. Entre ellos estaban Los Spiders.
Recuerda Avándaro: “¿Sabes quién abrió?: Stone Facade (La Fachada de Piedra, grupo tapatío). Fue el primer grupo que tocó en Avándaro y nadie lo tiene registrado. Todo el mundo habla de que tocó tal y tal. Yo estuve ahí y yo lo garantizo. Ponle: Sic, Jaime López garantiza”.
Reconoce que Avándaro marcó el rumbo de su música y de su pasión, que “me ha durado más de medio siglo. ¿Qué pasó a partir de entonces? Yo no sé qué pasó con los rocanroleros; para mí sí fue una decepción Avándaro, porque yo tenía 17 años, fui ahí y creo que, la verdad, estaban muy jodidos”.
Entre la frustración universitaria y la de Avándaro nació la consigna que lo tiene en el lugar en el que ahora se encuentra: “Voy a hacer lo que no han hecho estos cabrones”, se dijo.
—¿El origen de esta pasión?
—Yo empecé a hacer canciones a pesar de mí y a la primera salió letra y música. Eso me provocó una especie de “¿y ahora qué hago con esto?” Empecé a aprender. Después aprendí más música, aprendí más literatura, pero lo que nunca he terminado de aprender es en qué momento realmente debes escribir.
—En el ámbito del rock, ¿cómo te catalogarías?
—Me considero un rocanrolero antes que nada. Me costó mucho tiempo asumir que soy un rocanrolero. Compongo a partir de que soy rocanrolero y gracias al rock aprendí a apreciar varias perspectivas de la música: el jazz, el huasteco, el flamenco, todo. Por eliminación, no soy eso, luego entonces soy rocanrolero, ¿no?
Refiere que el rock le dio la apertura mental que ni la filosofía ni la arquitectura, ni nada más, le ha dado. “Yo no sé por qué chingados hay gente que entiende que el rock es nada más un género. Eso me jode. A veces uno dice: ‘No, yo no soy rocanrolero’, ‘yo sí soy rocanrolero’. El rock tiene la virtud de ajustarse a diversos géneros, pero eso no es un capricho, el rock existe a pesar de uno”.
La pasión por el rock ha llevado a Jaime López por diversos rumbos musicales y a experimentar con ritmos y estilos: “Yo cambiaría todo lo que he compuesto por tocar un buen blues, por tocar un buen son jarocho. Pero mi historia no me permitió eso. Sigo siendo un folclorista a final de cuentas. Yo canto bien dos o tres sones huastecos, pero no soy cantador de sones huastecos”.
Tanto en sus primeros discos como en los últimos se reconoce el coqueteo del rock con la cumbia, con la música norteña, con el rap y con el blues. Se emociona mucho cuando una letra tiene sentido. “¿Yo escribí eso?, me pregunto. Cuando escribo una letra que tiene que ver con la música, soy el primer sorprendido. Cuando escribo un soneto que aparentemente no tendría nada que ver con mi guitarra o con mi voz, pero siento que hay una voz ahí, soy el primer sorprendido, y eso me sigue motivando”.
Considera muy difícil hacer una canción: “Guardar el equilibrio entre la letra y la música es muy difícil, pero es emocionante. A mí es lo que realmente me motiva a estar vivo. Técnicamente, yo puedo hacer una canción, pero no por eso te voy a provocar una emoción. Yo puedo ser capaz, ahorita mismo, de generar octosílabos o heptasílabos o estrofas más o menos perfectas, pero emocionar, no. Y partí de eso, de la emoción de escribir al aire; si lo aterrizo en un papel, me siento el ser más logrado de la existencia. Soy el primero que voy y le da una vuelta a la Minerva”.
Pese al transcurrir del tiempo y a las experiencias, las dudas y la búsqueda persisten:
“Hay cosas que están entre el punto y coma; a veces no sabes dónde está el punto y coma hasta que te pones en un escenario. Yo puedo cantar ‘Corazón de cacto’, me pueden develar la placa de las mil representaciones, pero nunca sé si la voy a cantar bien. Siempre esa canción me reta a ver si la vuelvo a componer. Cantar es otra manera muy difícil de componer, pero cuando en el escenario me atrevo a meter dos o tres requintos, siento mi composición y es lo que más me emociona. A final de cuentas, la composición es un acto escénico. Yo no sé quién inventó que es un acto aislado. Yo lo he experimentado como un acto aislado, pero también como letra y música. Y más que nada, mi emoción más grande es que no sé qué va a pasar”.
El escenario, explica, es un lugar donde la existencia adquiere sentido, transcurre y plantea sus interrogantes, “es un traje de luces, es como en los toros: tú puedes saber torear, pero no sabes cómo va a venir el toro. A lo mejor sale manso y hay que saber torearlo. Cuando hay entrega del público tú sabes que se va a hacer una buena faena. Yo sí creo que hay dos o tres cosas de qué agarrarnos, pero no es una verdad rotunda; es el principio jazzístico o el principio hindú de la raga: tú empiezas a improvisar una tras otra, una tras otra, y hay momentos en que sí conectas. También te lo puedo decir como futbolista: nunca sabes cómo va a venir el balón”.
Esta particular percepción de la música lo lleva a disentir de quienes se convierten en instructores: “Cuando me subo a cantar, no soy cantador de son huasteco ni improviso eso. Entonces me siento obligado a hacer una tabla rasa entre eso y el momento en que debo resolver, como folclorista, una interpretación, no como un discurso. Yo no voy a hacer la tontería de decirle a la gente: ‘Un son huasteco o un son jarocho o la música norteña son así y así’. Yo intento transmitírselo. Pero la composición sí me da la posibilidad de ser un pedagogo involuntario”.
Sus declaraciones no cuadran con la actitud de otros cantautores. “A mí me molesta la gente que sube al escenario y echa rollos, discursos, y tira letras, netas y mamadas. A mí no me gustan ni Serrat ni Sabina porque son rolleros. Todavía Serrat se defiende porque ha logrado, a partir de sus rollos, dos o tres canciones. Yo no creo que las letras sean discursos, son música antes que nada”.
Pese a ese distanciamiento, Jaime López sabe que pertenece al mismo ámbito, pues reconoce que fue educado a través del hit parade, de la rocola, la radio y la televisión. “A lo mejor lo que sí habría que cuestionar es que James Brown vale verga, o que Ray Charles o Chuck Berry, Los Beatles o Bob Dylan valen verga. Yo me eduqué con ellos y hasta la fecha prefiero ser como ellos”.
Jaime integra letra y música a partir del sonido. Refiere que alguna vez escuchó una entrevista con Lennon, “el único que tiene una visión clara de la composición, independientemente de la idolatría; Lennon decía: ‘Lo importante es el sonido global’. Entonces la palabra global no estaba de moda. La difícil combinación entre letra y música es el sonido global. Para mí, por principio, es el sonido. Soy lennoniano en ese sentido. El sonido es lo importante. Cómo desglosas letra y música, eso es problema de cada quien. Yo lo hago a partir de ese principio lennoniano, el sonido básicamente”.
Rafael Catana, otro folclorista que comparte escenarios con él, interviene en la charla para explicar que su encuentro con López fue especial, “y al principio buscamos trabajar juntos en diferentes circuitos con una infraestructura mínima. Compartimos la música, que es un gusto. Compartimos nuestras canciones, y a veces cantamos juntos. Empezamos este trabajo hace muchos años, pero la primera vez que trabajamos juntos fue en un estudio de grabación, en 1991, en un disco mío que se llama Polvo de ángel. Yo invité a Jaime a cantar en mi primer disco”.
“Queremos provocar cosas. Cada quien tiene su trabajo, su circuito, un circuito muy amplio, pero después haremos cosas en otro circuito. Ya compondremos alguna ranchera”. El propio Catana pone el colofón al repaso por las ideas, pasiones y anécdotas de Jaime López: “Jaime hace una crónica de nuestro tiempo desde una perspectiva divertida y sarcástica. Es una perspectiva callejera, filosófica, amorosa y placentera, y la onda es que las canciones comuniquen emociones vivas. Al juntarnos pasa eso”.