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Microrrelatos

Rubén Hernández Hernández


Cuerpo del tiempo

Se me confirió un reticente cráneo. A toda máquina del día soporta golpazos que afinan su penumbra.

Mis ojos orbitan el ancho mundo con retina defectuosa: porfían en el umbral de escondidos reinos.

Hermano del viento, mi rostro da cuenta de avatares, naufragios, cruentas batallas, pírricas victorias. Labios ávidos de miel entre rescoldos de la luna.

Aspiro bocanadas de aire turbio, gimo como perro.

Las ramas de mis brazos se agitan con renuevos de corteza. Las piernas extienden los vestigios de la tarde.

Mis manos inventan tu mejilla, descubren el paraíso despojado. Me asedia toda la violencia de la noche.

¡Qué inútil reloj! Sólo mi sangre percibe el tiempo. ¡Llamen mis huesos a rebato!

Sobrevive mi peaje: 68 kilogramos defienden mi albedrío: desafía y repele.

Atiendo colesterol, lípidos, glucosa, nicotina, alcohol. Como sacrilegio o maldición, mantengo una pistola cargada contra el pecho.

Esta sincronía de cartílagos y osamenta manipula celular, control de televisión, enciende el microondas, se acicala, usa after shave.

Ahora el muy maldito pergeña signos. Obliga a que otros, de la misma calaña, descifren erratas que se vuelven transparentes.

¿Qué fiambre seré tan olvidado? ¿Atropellado por un autobús? ¿Descubierto en la oscuridad con embolia fulminante? ¿A quién le importa?

A veces hablo como si el destino fuera inteligible. Palabras que no son mías ni vuestras: descubren mi cuerpo inmaculado.

Mi vientre en dádiva hacia el tuyo te dice que aún es tiempo.


A puerta cerrada

Las tres de la mañana, la ciudad se ovilla. Tras la cerradura el cuerpo devana filamentos de la noche. Desplaza el lomo en su cubil de fiera.

Toma agua en vaso cristalino, traga una píldora para abatir desdichas. Cautivo en celda amueblada orea en la ventana turbias pesadillas de vigilia.

Fantasmas se burlan del insomne, charlan en silencio al lado del camastro donde cuelgan las corbatas: imitación del nudo que al suicida espera.

Regresa del otro lado del espejo para recupera el rostro entre las ruinas del día.

Después del árbol, cavernas, valle feraz, ahora yace en su aposento, oprime el interruptor de la pavorosa lámpara de noche.

Todos en rincones medran su nostalgia.

Espanta mórbidas ideas, se cala los lentes: ¿Qué estela de horror luden los pasos de quien cierra una puerta?

Colapsa el alma al descubrirse carne—

—se rinde al deseo; la cama cruje incandescente.

Los objetos levitan mientras el tiempo se rebana en nocivos gajos.

Danza el crepúsculo en habitación para siempre silenciosa.


Única fotografía

El cuerpo amolda su recelo al mundo. No es la cosa pensante que Descartes cavilaba, sino carne en la intimidad de crispaciones.

Es materia de tiempo que apuesta su resto de finitos días que se truecan espejismos.

Vulnerable a climas y virtudes, la duda es sustancia de familia; dueño apenas de visajes, algo de música y paisajes innombrables.

¿Cómo pueden sus manos guardar un corazón en brasas? Es impulso de barro en el supremo instante del fornicio.

Se sabe acontecimiento de un sueño desleído que con palabras de óxido alguien rememora.

Los signos de esta hoja prodigan la consagración de cartílagos y huesos descosidos.

Se reconoce fotografía por la distancia irrebatible que en la nada le espera.


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