Los gorditos de Rodo Padilla poseen el encanto y la virtud de atrapar suspiros de felicidad. Hombres, mujeres, niños, ancianos se muestran con naturalidad, con gestos espontáneos que evocan los mejores momentos de la existencia.
Como espectadores, seríamos ingenuos si pretendiéramos ignorar la realidad que enfrentamos todos los días, ya sea por lamentables experiencias propias o ajenas, o por la información que se cuela a través de los medios de comunicación y las redes sociales. Accidentes viales, riñas callejeras, asaltos y un sinnúmero de delitos que nos mantienen en constante sobresalto colocan frente a nosotros un negro panorama.
De igual manera, pese a lo opresivo de esa realidad, reconozcamos que existen remansos de tranquilidad, momentos de paz en que podemos disfrutar del trabajo, de los amigos, de la familia e incluso de la soledad reposada para evocar momentos felices de muy diversa índole.
Este es el lado amable de la realidad que nos muestra Rodo Padilla. En el número anterior presentamos parte de sus esculturas disponibles en su galería de Tlaquepaque, que ejemplifican este rasgo de nuestros días; en esta nueva entrega seleccionamos esculturas de niños, las cuales representan no sólo esos momentos agradables que a todos nos gustaría eternizar, sino que los magnifican al revestir tales momentos con el velo de la ingenuidad, la inocencia, la capacidad para disfrutar la vida sin prejuicios.
¿Qué tiene de peculiar la infancia para mostrarnos esta cara amable de la vida? Al hurgar en los recuerdos de aquellos años felices caemos en la cuenta de que no diferenciábamos los sueños de la realidad física, así que nuestros anhelos inconscientes, que muchas veces chocaban con las carencias o los deseos no cumplidos, nos permitían transitar satisfechos y felices en los días azarosos.
Esta capacidad de fantasear, además, permitía que un objeto cualquiera adopta las formas o funciones más insospechadas: una caja de zapatos, transformada en un vehículo espacial, nos permitía explorar el universo infinito; una cazuela, complemento perfecto de nuestro uniforme de combate, era el casco que nos permitía conquistar los reinos más ricos del planeta; nuestra cama era un barco para navegar en un mar sin fronteras…
Y, al margen de la fantasía (o, más bien, como complemento y como apoyo), cuán importantes son las mascotas, en ocasiones los animales más insospechados que nos valieron reprimendas y el rechazo de los adultos.
Los amigos. Cuántos lazos nos unieron con una fuerza invisible e indestructible, cómplices fieles en los momentos más intensos de aquellos años, cuántos secretos que aún ahora conservamos sólo para nosotros mismos.
Y junto con ellos, los accesorios que complementan y enriquecen las aventuras: andar en patineta, en bici, los juegos tradicionales que hoy parecen en vías de extinción: el trompo, la resortera, la cometa o papalote…
Y si fuimos niños traídos a la ciudad de algún pueblo de provincia, las visitas a nuestros parientes en las vacaciones conforman un capítulo aparte en el espacio de las evocaciones. Experimentamos, sin duda, momentos irrepetibles que se transformaron en marcas que perduran para toda la vida: ir de pesca, cabalgar…
Todo ello y mucho más viene a la mente al admirar estas esculturas de Rodo Padilla, el retrato de una infancia feliz.