Al principio una sensación irreconocible, difusa e indolora irrumpe en su cuerpo, produciéndole ligeras convulsiones. Gradualmente la confusión se va alojando en su mente. Por un momento ignora la causa de dichos síntomas. Apenas logra colocar en la mesilla el vaso de cuba, que por una cantidad respetable en efectivo como gratificación, le preparó Normita, su hija.
Súbitamente pierde la noción de lo que sucede a su alrededor. Escapan de su percepción visual las imágenes que el televisor transmite desde el Congreso de la Unión, en donde el C. Presidente de la República rinde su informe de gobierno. Tampoco escucha nada, no obstante que el escándalo producido por los aplausos de diputados y senadores de la misma bancada política que el ejecutivo, alcanza ya el máximo de decibeles que oído humano pueda soportar. Incluso se olvida del frasco de píldoras que aguardan su fatal determinación.
Cierto que usted, según piensa, nebulosamente a estas alturas, jamás optaría por ese camino tan radicalmente fácil, y ahora de vulgaridad rampante, pero aun así, las píldoras: anfetaminas, de acuerdo con el código sanitario y las santificadas trasnacionales de la industria farmacéutica, representan una perturbadora tentación. O, digámoslo psicoanalíticamente: las píldoras, su ingestión y posteriores consecuencias, han arraigado en obsesiva idea de la cual no puede desprenderse, muy a pesar de la encomiable apelación a su postura ético-humanista del prójimo, cuyo ejemplar más próximo es usted mismo; formación universitaria y percepción, hasta cierto punto científica, de la realidad, comprobada salud mental y hasta a los resabios de su adoctrinamiento infantil, en colegio de pura cepa católica.
Un tanto repuesto, trata de ganar la ventana. Desde enfrente su odiado vecino le sonríe. A pesar de la confusión, usted logra deletrear, ¿silabear? una redonda, por lo perfecta, mentada de madre.
Apoyado en el quicio de la única ventana, usted se vuelve y otea la casa, pagada a cincuenta años de plazo y situada junto al monumento de un prócer de la Revolución Mexicana. Usted se sabe irremisiblemente solo, como todos, a menos que alguien declare, ingenuamente por lo demás, que una esposa y tres hijos, de vocaciones y ambiciones tan diversas a la suya, representan compañía reconfortante.
El sudor le moja pecho y espalda. Se propone regresar al sofá. Intentará seguir la metodología deductiva a través de la cual Hércules Poirot desentrañará el crimen de la viuda Reynolds. Pero ni regresa ni lee. Cae desplomado. Ya en posición horizontal descubre en el suelo el frasco vacío de píldoras. Después de todo sí me atreví, formula para su coleto.
Desde la puerta su mujer sonríe sardónica. Uno de sus hijos le tira un balonazo y con marcada desilusión comprueba usted que no posee reflejos de portero mundialista.
El mayor de sus retoños conecta el cuadrafónico para escuchar rock metálico.
Si usted hubiese podido leer los periódicos del día siguiente habría visto cómo Normita se había adjudicado los titulares de la nota roja. Mientras engullía un sándwich doble, confesó: “Las mezclé en su botella de ron. El viejo era un pesado”.
Usted simplemente nunca logró ser el protagonista principal de historia alguna.
Como pesadísimas cortinas caían sus párpados, cancelando: black out, la imagen del mundo. Tuvo la apacible certeza de haber vencido por fin el insomnio. De un manotazo involuntario el frasco totalmente vacío cayó al suelo, previsiblemente haciéndose añicos, aunque cabe la posibilidad de que ante el impacto no presentara la menor fisura, bamboleándose brillante, siguiendo la inercia del inicial impulso.
Los objetos se comportan arbitrariamente cuando ya nadie les presta atención.
Persistía la llovizna y la carretera se encontraba resbalosa. Los faros del autobús lo deslumbraron. Pudo recordar el haberse levantado muy tarde y, por supuesto, había desayunado apresuradamente. Su mujer le recriminó con acritud los tragos de más frente al estéreo, mientras escuchaba con nostalgia a los Beatles.
La ya inveterada falla en el arranque del auto contribuyó a su retraso. Y sin embargo ahora le resultaba excesivo imaginar que a partir de este instante jamás se volvería a preocupar del deficiente encendido de su auto, de ningún auto.