

Tutorías
Algunos (a quienes conocí desde el primer semestre)  con toda franqueza me narraban sus conflictos familiares; otros exponían su  agrado o su indiferencia por los trabajos en ciertas materias y con ciertos  profesores y todos, en general, me pintaban un panorama que me permitía  completar el cuadro de sus vidas. Ello me ayudó a tener la perspectiva global  para comprender ciertos detalles de por qué llegaban tarde a la escuela, por  qué a veces los veía en los pasillos durante ciertas materias, por qué en  ocasiones su desinterés o su desgano ante ciertas actividades de la clase o, de  plano, el porqué de sus caras largas e incluso de sus lágrimas. Si puedo decir  que alguna vez me he considerado amigo de mis estudiantes (en la medida en que  esta relación puede establecerse entre un maestro y un alumno) fue en esta  ocasión.
          
          Todos los estereotipos sobre la adolescencia y  la etapa que viene enseguida se me presentaron en esos diarios, pero no como el  resultado de un trabajo de investigación, del discurso que conceptualiza y  encierra en palabras acciones, emociones y sentimientos a los que despoja de  toda vitalidad: conocí, de viva voz de sus protagonistas, el surgimiento del  primer amor, los conflictos de identidad sexual, la incidencia de las  actividades escolares en su ámbito familiar, laboral y en su círculo de amigos,  y a la inversa: cómo estos espacios que conforman el universo cotidiano del  estudiante influyen a la vez en su desempeño académico.
          
        Yo imaginaba que todo esto ocurría (de hecho lo  viví como estudiante de prepa, pero hacía tantos años…), pero la distancia a  que me obliga mi labor profesional me había separado de una manera peligrosa:  corría el riesgo de olvidarlo del todo, y de comportarme como los adultos de El principito, la grandiosa novela de  Saint-Exupéry: que olvidaron que alguna vez fueron niños (en mi caso,  adolescente).
El  concurso
          El  día del concurso ocurrió una situación peculiar, que puso a prueba mi capacidad  como mediador en conflictos estudiantiles. Todos participaron con una historia  en la que debían subrayar la tolerancia como valor en las relaciones  interpersonales. Seleccioné a cinco muchachos que fungirían como jurados. Luego  que revisamos los trabajos y que seleccionamos a los ganadores, los cinco se  refirieron a la falta de seriedad con que algunos de sus compañeros tomaron la  actividad. Aludían, por supuesto, al grupo de estudiantes que más faltaban a  clases, que armaban más relajo incluso en horas de trabajo y que, en general,  obtenían las calificaciones más bajas cuando aprobaban. Les comenté que yo me  encargaba de calificar esas actitudes, y creí que ahí quedaría todo.
          
          Sin embargo, hubo una “filtración” y aquel grupo  se enteró de los comentarios, que al parecer fueron alterados y, como teléfono  descompuesto, llegaron a oídos de los interesados con calificativos de lo peor.  Cuando llegué al salón, al siguiente día, todo inocente y quitado de la pena,  de inmediato me di cuenta de que algo raro pasaba. Comencé dando las  indicaciones para la actividad del día, pero con ciertas pausas porque me daba  cuenta que las ganas de exponer la situación estallaba en el ánimo de más de  alguno. Y, en efecto, no pasó mucho tiempo sin que una de las estudiantes (del  grupo de las ofendidas) pidiera la palabra para hablarme del concurso.
          
          Se quejó entonces con cierto rencor de la manera  tan arbitraria y falta de juicio con que descalificaban su trabajo y el de sus  compañeros. Ellos, me aseguró, siempre participaban en mi clase y se tomaban  las cosas en serio; nadie tenía derecho a decir… Y expuso lo que, en el fondo,  era el conflicto que los enfrentaba desde hacía varios semestres. Tomó entonces  la palabra la lideresa del otro grupo y expuso los motivos por los que tomaron  la determinación de excluirlas del concurso. Permití que expusieran durante un  rato sus razones, evitando que se exaltaran los ánimos y prohibiéndoles los  insultos o los exabruptos que derivaran en un conflicto mayor.
          
          Después que hubieron hablado de uno y otro bando  tomé la palabra (en realidad, esas son discusiones de nunca acabar a menos que  los puños cierren las bocas), en primer lugar, para subrayar su falta de  discreción; se supone que las deliberaciones de los jurados son secretas, pero  en fin. Enseguida, les hice notar que el problema no surgía por el concurso  propiamente, sino por las marcadas diferencias que había entre ellos; por  último, les hice notar que ya estaban a punto de concluir el bachillerato, y me  parecía sensato que trataran de llevar la fiesta en paz lo que quedaba del  semestre. Sobre todo, insistí en que se trataba simplemente de maneras  diferentes de trabajar y de aprender, y que respetaran los estilos de cada uno.  Al final parece que todos quedaron contentos y felices: se disculparon los que  se tuvieron que disculpar y cada uno siguió con su vida.
Conclusión
          Todavía  tuve que enfrentar otra serie de conflictos, pero de índole más individual:  cuestiones administrativas en los que bastó con una pequeña orientación (sobre  todo, derivar al estudiante con el oficial mayor para que viera su asunto) y,  uno más, que vale la pena comentar someramente: La concejal del grupo, en  cierta ocasión, se me acercó un poco aprehensiva a confiarme que había surgido  un problema con un maestro.
          
          Lo que deseo reseñar al respecto es que me  sorprendió que algo así ocurriera con dicha persona, ya que la conozco y me  consta su seriedad y su profesionalismo. Esto mismo fue lo que le dije a la  concejal, y le aconsejé que, en tono mesurado y respetuoso, tratara de arreglar  la situación directamente con el maestro; si éste no quiere ceder, le advertí,  ni te exaltes, ni te molestes ni te preocupes; vuelve a comentármelo y entonces  veremos qué procede. Así lo hizo y, por suerte, se solucionó el problema. Se  trató, simplemente, de un rato de mal humor del maestro.
          
          Pues sí, los profes somos mucho más de lo que  otros se pueden imaginar. Y si no olvidáramos que trabajamos con personas, y  que éstas también tienen problemas y que requieren ser escuchadas y  comprendidas, y si hiciéramos hincapié en el lado humano de nuestra labor, los  tutores y otras figuras no serían necesarias.