

Tutorías
Introducción
          La  palabra tutoría resuena aún por los pasillos de las preparatorias, y la escucho  desde hace varios años. El tiempo la ha desgastado, y ahora su existencia  física en los salones me parece una mera estrategia burocrática para justificar  descargas horarias que no se cumplen y para rellenar informes en los que se  hace creer que se trabaja.
          
          Como los aficionados a la fiesta brava, he visto  el espectáculo desde la barrera, y primero en la Prepa 7, luego en la de  Jalisco y por último en la 2, he testificado el desinterés administrativo de  los altos mandos y el desdén, el desgano e incluso el desencanto de unos pocos  docentes que con cierta inocencia y mucha buena voluntad en alguna ocasión  decidieron saltar al ruedo.
          
          Inevitablemente, en más de una ocasión fui  invitado a participar en la fiesta (brava), es decir, me solicitaron fungir  como tutor de grupo. Pero yo, profe de asignatura, sentía que no alcanzaba  boleto de entrada, ni a sol ni a sombra. Me escudaba en mi dedicación a una  actividad que ha absorbido gran parte de mi tiempo (sin un centavo de  remuneración) en los más de cuatro lustros que llevo como académico de la UdeG:  la promoción de la lectura y la coordinación de talleres de creación literaria.
          
          En el fondo, me hacía eco de la queja de los  postergados maestros de resignatura:  ¿y qué gano yo con ser tutor? Que hagan ese trabajo los consentidos de tiempo  completo. Pero una reflexión más de fondo me obligaba a darle la espalda a  estos trabajos de tutorías. Esta labor está implícita en nuestro cotidiano  tránsito por las aulas.
          
          Los maestros somos muchas cosas, mucho más de lo  que la palabra pueda designar, pero este detalle sólo lo comprende a cabalidad  (no está al alcance ni de los alumnos, ni de los padres de familia, ni de los  burócratas y administrativos e investigadores que nunca han pisado un aula)  quien día a día se esfuerza por salir adelante en este frente tan conflictivo  (no es lo mismo ver los toros desde la barrera). Y una de esas cosas que somos  incluye el trabajo de tutor.
          
        Pero claro, seremos tutores siempre y cuando nos  interesemos por el lado humano de nuestra actividad, por mantener nexos de  cordialidad y afectividad propios de las relaciones interpersonales. Me parece  que la barrera que se levanta entre el escritorio del profe y las butacas de  los estudiantes, la fría distancia que los separa escudados en la  obligatoriedad del cumplimiento del deber y, más de una ocasión, la hostilidad  entre el que enseña y el que debe aprender o el que no se esmera ni siquiera un  poco ha desgastado la relación y ha vuelto obligatoria la invención de esa  figura del tutor. Reitero: si volviéramos al lado humano de la relación, a la  tolerancia y a la comprensión mutua, ¿qué necesidad tendríamos de engrosar el  número de intermediarios para mejorar la educación?
        
        El  trabajo en el aula
Presento,  enseguida, el trabajo que realicé como tutor en diferentes grupos durante dos  ciclos, cuando comencé mis andanzas en la Preparatoria 2, hace ya algunas  lluvias. Debo decir que, en general, el trabajo se realizó sin mayores  contratiempos, con pocas cosas reseñables, ya que se trata de las actividades  cotidianas que se realizan en la preparatoria, y por tanto es algo con lo que  la mayoría estamos familiarizados. Sin embargo, me interesa destacar lo que ocurrió  con mis grupos de sexto.
Apenas en fecha reciente y a instancias de una  compañera de la Prepa 2 a quien no pude inventar ninguna excusa, decidí vestir  el uniforme de luces y enarbolar el capote. Más de una cornada me llevé. Pero  debo confesar que disfruté la corrida. Ésta es, sin duda, la razón por la que  sigo adelante como profesor a pesar de todos los sinsabores y descalabros (para  no hablar de cosas tristes como el salario): el contacto con los jóvenes  rejuvenece, a cada momento nos dan la oportunidad de aprender algo nuevo.
En general mi trabajo como tutor transcurrió sin  mayores novedades. Por parte de la coordinación del área en la escuela  solamente se me entregó un formato para elaborar un test de personalidad, cuyos  resultados se me entregaron posteriormente en una hoja de doble uso, escrita a  lápiz por el reverso, con la promesa de enfocarse en dos muchachos que  presentaron ciertas irregularidades o anomalías en sus resultados. Ignoro si  tal acción se llevó a cabo.
Por mi parte, tuve la oportunidad de trabajar  con los muchachos el doble del tiempo estipulado para la materia de la cual soy  titular (lo que antes de estas inefables competencias es llamaba literatura),  ya que para completar mi carga horaria se me asignó también el Taller de  Creación, por lo que seis horas a la semana estaba incordiando a los  estudiantes, mal de su grado.
El  diario
          Implementé  entonces una serie de actividades que nunca había tenido oportunidad de ensayar  y que, a la fecha, sigo sin poder implementar de nuevo porque el tiempo es uno  de nuestros grandes oponentes en la educación: mucho que aprender, pocas horas  para trabajar. Les pedí que elaboraran un diario y organizamos un concurso de  tolerancia, preparatorio de otro que a su vez convocó una de las coordinaciones  del Sistema de Educación Media Superior.
          Muchas sorpresas me deparaba la evaluación de  ambas actividades. En primer lugar, a través de su diario tuve la oportunidad  de integrarme a la intimidad del grupo (nota: desde el principio les aclaré a  los muchachos que revisaría sus diarios, así que si ellos deseaban que no me  enterara de ciertas situaciones simplemente deberían omitirlas). No sólo conocí  los gustos, los anhelos  y los odios  gratuitos que conformaban su universo juvenil, sino que además me enteré de  ciertos detalles de lo que para ellos representaron los tres años que pasaron  por la preparatoria.