La educación en México: del hecho al dicho
Las expresiones alternativas (informales) de educación con mayor presencia, según los autores que se han venido refiriendo, son: la educación popular y la educación de jóvenes y adultos. Se cuentan también los movimientos de los grupos conformados por individuos marginados, discriminados, excluidos, como los de las mujeres, los jóvenes, los indígenas, los migrantes, los homosexuales, los ambientalistas, algunos sindicatos y asociaciones libres. Y dentro de estas expresiones, diversas orientaciones destinadas al desarrollo humano, y a la participación social, popular y ciudadana. Todas las cuales se sitúan en el paradigma del logro de la ética, la dignidad, la libertad, la igualdad y la solidaridad humana; el conocimiento, el respeto y el cuidado del entorno y del resto de las especies, en un marco de justicia y de paz social.
La educación popular se instituye como una herramienta a través de la cual las luchas emancipadoras han de darse de manera más civilizada, pacífica y justa. Pero esta corriente educativa, con las más de siete décadas que lleva de existencia, sigue siendo una práctica de guerrilla que se ejerce casi en la clandestinidad; porque, aunque se le reconoce el valor que tiene, no recibe el apoyo ni el impulso que merece, no tiene lugar en las políticas públicas, ni en los presupuestos, ni en los planes de desarrollo. Sin embargo, sigue siendo una opción mediante la cual se teje la esperanza.
Por su parte, la participación social bien llevada puede provocar los cambios deseables en la sociedad, en las relaciones de poder y en la ética de las actuaciones de quienes ejercen el poder y de quienes lo reciben (padeciéndolo en muchas ocasiones), y en las actuaciones de todos los tipos de quehacer humano, en los planos individual y social.
Pero en la realidad práctica, la participación social es todavía limitada. Muchas reformas educativas incluyen contenidos de educación para la participación social, y los docentes los abordan sólo como temáticas que es necesario revisar, y no como prácticas que deben interiorizar los educandos con miras a la transformación de la sociedad y de las relaciones sociales.
En otro sentido, por encima de los contenidos curriculares que promueven una educación para la participación social, está la normatividad implícita, la violencia velada, la práctica de lo latente, que sabotea todos o la mayor parte de los intentos de que la participación social se convierta en una práctica manifiesta y cotidiana.
En México existe un amplio rezago educativo, no obstante que se cuenta con el INEA y el CONAFE, dos instituciones que ofrecen educación a jóvenes y adultos, a mujeres, campesinos e indígenas; y con todo un sistema educativo organizado y poderoso de educación formal que va del preescolar hasta el posgrado, que es necesario fortalecer aún más, y estremecer para que en la sacudida le sean limpiadas las múltiples lacras de que adolece, y mejorar la calidad educativa en este país.
Para este último propósito, se cree que en México se tiene todo para llevar a cabo las transformaciones necesarias en todos los niveles educativos, a fin de formar ciudadanos plenamente identificados con su mexicanidad y competentes para participar con ventaja en la economía mundial. Transformaciones inherentes a los espacios físicos, el equipamiento, los planes, programas y contenidos de estudio, las prácticas de estudiantes y profesores, y la vigilancia de la sociedad. No obstante, existen frenos que obstaculizan el cambio deseable; entre otros: que la sociedad confía sus hijos a los profesores, pero no les reconoce su trabajo; los profesores exigen mejor remuneración, pero no se preparan ni actúan con ética; además, actúan corporativamente y ejercen presión sobre las instituciones para mantener su statu quo; se desperdician muchas horas clase, no hay mecanismos evaluadores ni reguladores que propicien mejores desempeños; la Ley General de Educación contempla la participación social, pero quienes la ejecutan limitan dicha participación.
Valiosas iniciativas de reforma se han venido abajo porque las instituciones se han doblegado ante el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), cuyos actores se oponen fuertemente a cualquier tipo de reforma, sobre todo si incluye la evaluación de los profesores, como se ha visto en fechas recientes en los medios de comunicación del país. Pablo Latapí (2012) expresa que decisiones importantes de reforma y cambio dirigidas al sistema educativo mexicano recaen en la responsabilidad del secretario de Educación Pública quien, pudiendo ser bien intencionado, la mayor parte de las veces tiene muy limitadas posibilidades de acción; entre otras, tomarle parecer siempre al presidente; exponerse a las determinaciones de los diputados y senadores —quienes no siempre entienden de problemas educativos, ni les importan—; esperar que la Secretaría de Programación y Presupuesto autorice los recursos, que la Secretaría de Hacienda otorgue esos recursos, y que el SNTE no participe presionando a todos los anteriores.
Por último, para mejorar la calidad educativa en México, además de atender todos los rubros puestos a la vista con mayor o menor amplitud y profundidad, el que debe atenderse con mayor prisa es el de la evaluación, pues si ésta se instala en todos los niveles educativos, en todas las instancias, en todos los procesos, en todos los contenidos, en todas las personas, en todas las prácticas y en todos los momentos, será posible identificar los aciertos y las fallas, pero también a los responsables de que el sistema educativo mexicano no sea todavía todo lo efectivo que se desea. Será posible también trazar las estrategias de mejora y las acciones de seguimiento que garanticen una sólida transformación. Sobre todo, en la cultura. Que se deje de simular, que se deje de gesticular, como decía Rodolfo Usigli (2002, 65), que se afronte la realidad con responsabilidad y sin demagogia. También, que se deje de creer que los profesores son una máquina ultrapoderosa que puede dedicarse a todas las tareas educativas al mismo tiempo, sin fatiga, sin protesta, sin criterio, sin crítica, sin sentido de responsabilidad, sin ética, sin formación oportuna y adecuada, sin horarios específicos… el profesor ha de ser sólo el profesor; no el profesor, el tutor, el administrador, el prefecto, el intendente, el mensajero, el portero…
Y claro, por qué no, que los funcionarios públicos dejen de decir en discursos triunfalistas y falsos todo lo que hacen por la educación, sin hacerlo (del dicho al hecho, hay mucho trecho). En su lugar, que hagan todas las mejoras que son necesarias, aunque no las digan. Y, si las dicen, que sea hasta que fueron hechas: pasar del hecho al dicho.
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