El padre se acerca a la cuna donde se encuentra ya acostado su pequeño vástago. La camita decorada con los tiernos, cursis, grotescos e incongruentes personajes de Walt Disney, cuyo cuerpo hiberna en espera de la inmortalidad.
El padre intenta proseguir con la lectura de Los tres cochinitos. El niño (aparentemente absorto) escucha cada línea. El hombre enfatiza los sencillos códigos morales que se desprenden de cada pasaje. La tenue luz de la lámpara transfigura, ennobleciendo el rostro del lector. El infante esboza una sonrisa a su papá, quien complacido le corresponde con otra. Gratificado, el señor prosigue la lectura.
Los bostezos del pequeño le anuncian la inminente conclusión de su diaria tarea nocturna: leer hermosos cuentos a la sangre de su sangre. Se levanta de la silla acomodada junto a la cuna. Con extremo sigilo se dirige hacia la puerta. La respiración acompasada, serena del niño, puebla la atmósfera de la recámara.
Una última revisión del orden en la habitación. La bacinilla (rostro del Pato Donald en su blanca superficie), una jarrita de plástico con agua, previendo la posible sed a media noche.
Antes de entornar la puerta mira a su hijo: “¡Es tan frágil!” Emocionado, llama a su esposa. Ambos se arroban en la contemplación del fruto de su amor y se deciden a fabricar otro. La madre primero y luego el padre se acercan y besan la frente de su hijo. Abandonan por fin la habitación. Cierran la puerta, cuidando de no perturbar los dulces sueños del angelito.
El hijo sólo fingía estar dormido. Prevé el terrible momento que antecede a la pesadilla implacable de las últimas noches; la que habrá de asaltarlo sin posibilidad de evasión alguna en espacios y tiempos poblados de horror que desdicen la felicidad que pareciera arropar a los infantes. La oscuridad a medias de la habitación propicia la aparición de seres dispuestos a engullirlo, a causarle los más terribles daños. En la recámara contigua los padres se proponen aumentar la población.
