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Destino 6

José Ángel Lizardo Carrillo


Capítulo IV

Las edecanes volvieron a retomar el hilo de la conducción: “¡Prepárense, amigos, porque enseguida se llenarán de asombro!” Esta vez enviaron una paloma mensajera de luz, y cuando esta aterrizó en el punto indicado surgió Zeus. La suprema divinidad del Olimpo se sentó en su trono empuñando un báculo en su mano izquierda como si hubiera sido invocado para un oráculo.

”Ahora se los acerco. Pueden tocarlo levemente con los bastoncillos que hay disponibles arriba de las ventanillas”, indicó una de las conductoras del tour. “Como verán, su cuerpo es de marfil, las ropas y la corona, de oro, y los ojos de piedras preciosas. Enfoquen su mirada en los más mínimos detalles de las facciones: la piel, las arrugas, el cabello, la barba, los músculos, los sitios de los huesos y los pliegues del vestuario… Increíble, ¿verdad?

”Cuenta la leyenda que cuando Fidias, el célebre escultor griego, contempló su obra ya terminada, se preguntó si al señor de los dioses le había gustado, y en ese instante Zeus lanzó un rayo ¡como este! para demostrar su aprobación…” Ese mismo látigo cegador que provenía de la estatua mitológica se apoderó de los pasajeros, los zarandeó y los arrojó en masa a los pasillos de los vagones.

Al ver esto las ferromozas, visiblemente asustadas, se preguntaron:

—Oye, Bellucci, ¿no se te pasó la mano con el relámpago?

—¿Cómo crees, Pavlova? Mira, así viene programado en intensidad y decibeles.

No pudieron alargar más la plática, pues enseguida actuaron como enfermeras al ver que dos de los pasajeros se infartaban, por lo que Bellucci corrió a darles primeros auxilios para reactivar el corazón. Mientras tanto Pavlova fue al botiquín y trajo algodón y alcohol, que luego les dio a oler a los que parecían estar aturdidos y evidenciaban una patética palidez.

Transcurrido un tiempo razonable, Pavlova preguntó:

—¿Cómo se sienten, camaradas? ¿Le seguimos o le paramos? Levanten la mano los que digan “adelante”.

Todos la levantaron.

—Entonces, a sus ventanillas —ordenó Bellucci.

Luego de tragar saliva, Pavlova dijo: “La ciudad de Éfeso también fue famosa por sus esculturas. En ella estuvo asentado el templo de Diana, todo de mármol, como el que ven aquí. Díganme si no es un monumento fascinante. Cada una de sus 127 columnas jónicas se apoya en una base redonda y la parte superior remata en volutas como cuernos de carnero.

”Se dice que en el año 356, a la misma hora en que nació Alejandro Magno, el pirómano efesio Eróstrato incendió el templo para inmortalizar su nombre. Los jueces le aplicaron un severo castigo: prohibieron a toda la gente mencionar el nombre del vesánico, pero Eróstrato consiguió su objetivo: pasar a la historia.

”Hoy vamos a hacer una réplica de ese episodio. ¿Quién de ustedes es el valiente que le gustaría hacerse inmortal?”

—¡Yo! —gritó un espontáneo levantando la mano.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Bellucci.

—Iván —contestó.

—Ven acá, Iván. Fíjate bien lo que te voy a decir: coge esta caña de pescar, que funciona como si fuera un encendedor de estufa; con sólo oprimir el botón rojo aparece una flama en la punta. Te vamos a acercar el templo, y cuando ya lo tengas al alcance oprimes el botón, y en automático el monumento arderá en llamas. ¿Alguna duda?

—Ninguna.

Iván trepó al asiento, sacó por la ventanilla medio tronco de su cuerpo. El templo avanzó como si flotara en el aire hasta posicionarse a escasos tres metros del vagón donde se encontraba Iván.

—¡Ahí lo tienes! —gritó Bellucci.

Iván empuñó fuertemente la vara como si fuera un picador de toros, oprimió el botón y en ese instante salió de entre las columnas del templo un enorme áspid que disparaba dardos de fuego con su hocico. Iván se asustó tanto que se fue de espaldas y cayó desmayado con todo y caña, llevándose una nutrida rechifla y el consabido coro de “¡coyón! ¡coyón! ¡coyón!...”

Por cierto, la supuesta flama del encendedor no era real, sino lo que se encendía era una simple lengua de gas neón.

Pavlova y Bellucci, al igual que los pasajeros, no pudieron contener la risa al presenciar el papelón que había hecho Iván, el osado Iván que intentó vestirse de inmortalidad, pero terminó de nalgas en el pasillo.

—Tómense un descanso de diez minutos. Todavía faltan más emociones. Enseguida regresamos —dijo Pavlova.


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