¡Qué difícil es! Pero, también
gracioso. En este estado, tu corazón,
que ya no tienes, tu espíritu,
ya desaparecido, nada le importa.
Habitando en todo,
por fin, estás libre de toda preocupación.
Vuelan los pájaros y ¡que vuelen!
Se apagó la vela ¡que se apague!
Negro, verde, el viento
hacia el este. Negro, verde el viento.
Y antes de eso sabías:
sólo así, puedes vivir
en paz, con eso.
Como la hierba
escondería en sí mismo
Mi dolor.
Pero mi cuerpo es más tierno que
un tallo de hierba.
Que estoy sufriendo, tengo que susurrar
al oído compasivo.
Mientras la hormiga, herida, a su gloria,
sólo calla, sola.
En aquella época,
entre las cimas de izquierda y derecha,
heme, vuelo sin alas.
Y no sé exactamente dónde
se encuentra lo hasta entonces visto.
Ni lo que oye mi oído.
Mientras esta mañana,
cuando de eso ni una palabra hay,
aún estoy en una ciudad.
Pero, no me acuerdo ¿por qué?
Porque esto es ahora menos importante
que el tiempo que se evapora
como la sangre.
Cuando tu palabra, ni si la esperara
un mundo nuevo, no se puede
lograr, en el papel, viva?
Así pensaba anoche,
antes de oír de la lejanía,
una risa pura, en prosa:
¿Te has congelado, flor?
Prende el fuego para que los murciélagos
escapen también de tu chimenea.
Tuvo razón mi hermana.
Mientras me fui a buscar astillas,
vi cómo el monte se reclina
tiernamente sobre el hombro del otro.
Y que por eso relampaguean
como rayos las voces en
mí reprimidas.
* Del libro Yo, el viajero, Editorial La Zonámbula. Publicados con permiso del editor.