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Las mañanas son distintas

Rubén Hernández Hernández


Lety se incorpora de la cama con desgano y disgusto notorios a la orden de Clara. Estira los brazos y bosteza abriendo desmesuradamente la boca, fauces de leona hambrienta, para que Clara asuma la culpabilidad que le corresponde por el mortal desencanto que asiste a quien es arrancado violentamente de apacibles sueños

Si me dejaras en paz, méndiga lesbiana. Sigues comportándote como si fueras mi amantísima esposa o esposo, a veces

—Lety, no me hagas creer que dormiste mal. Te oí roncar desde que pusiste la cabeza en la almohada. Son las ocho en punto y bien sabes que los camiones vienen cada vez más atestados conforme se acercan las nueve de la mañana –dijo Clara con aire conciliador, mientras se componía el peinado en el espejo del tocador.

Pendeja, ignoras que desde que dejaste de acompañarme a la parada del camión, según tú –pinche vieja celosa– para protegerme, ¿de quién?, tomo taxi para ir y volver del trabajo. ¿Qué esperabas? Verme apretujada por la turba de lascivos que hasta han intentado bajarme los calzones. ¿Acaso te debo informar de todo lo que acontece en mi vida, incluyendo mis aumentos de sueldo?

—Sabes Lety, aumentaron el precio de la renta —musitó Clara más para sí, pues su pretendida interlocutora permanecía indiferente a las palabras que sólo le servían como detonante para desplegar sus pensamientos alevosamente ocultos.

Y a mí qué me importa. Deberías de exigirle a esa méndiga patrona que te aumente el sueldo, vieja negrera, ¿crees que yo solita debo salirle siempre al toro? Después de todo esos nouveau riches, como tú dices, nunca encontrarán una maestrita tan limpia y culta como tú para cuidar a esos chimpancés que tienen como hijos.



—Confieso que te desperté ahorita porque tenía ganas de que desayunáramos juntas, ya vez que últimamente nada más los domingos podemos darnos ese gusto, ¿me perdonas?

Pero a mí me disgustas. Siempre con tu inmaculada sonrisa y tus pláticas entremezcladas de francés que para lo único que te ha servido es para hacer compañía y aguantar impertinencias de esos putos hijos de padres con añoranzas porfiristas.

—Además te quería preguntar dónde dejaste el linimento porque me duelen mucho las articulaciones de las manos —explicó Clara.

Vieja desvencijada

Lety se pone una vaporosa bata de color azul y se sienta al borde de la cama. Se agacha a buscar sus pantuflas; se las calza y al tiempo de ponerse de pie se lleva una mano a la cabeza, se aprieta las sienes, mientras que con la mano que le queda libre se apoya en el hombro de Clara.

—Sigues con jaquecas, ¿verdad? ¡Ay, Lety!, me angustias. Mañana mismo, es más, ahorita te voy a concertar una cita con el doctor. Y por lo pronto abandonas esa maldita dieta para adelgazar que te está matando poco a poco. Yo no sé para qué... si de todos modos eres tan bonita y distinguida.

Lety se dirige al comedorcito y no puede ocultar una sonrisa al contemplar en la mesa dos tazas que desprenden ese aromático y sabroso humito característico del café recién preparado por Clara.

Aún no se ha sentado a la mesa cuando Clara regresa de la cocina con un vaso de jugo de naranja y un plato de avena tibia. Con mirada cuasicompasiva acerca los alimentos a Lety, quien agradece el vaso de agua y los dos analgésicos.

Compañeras en la preparatoria, habían abandonado a sus respectivas familias paternas. Se amaban. Descubrieron juntas el amor y nada fue ya más importante.



Decidieron rentar un departamento para vivir solas, pretextando cada una por su lado a sus familiares que querían hacer una vida independiente. Después enfrentaron juntas lo irremediable: el escándalo ante lo que era imposible de ocultar indefinidamente.

Durante el desayuno hablan de cosas triviales. Leen pocos libros y, excepcionalmente, el periódico. Toda la conversación gira en torno a los detalles de la última película vista por televisión; los recientes achaques y la exquisitez y sabrosura de algunas recetas que, invariablemente, Clara se encargará de hacer gozosas realidades para el paladar.

Lety se levanta de la mesa y se dirige al baño. Clara contempla con un mohín de disgusto la taza, el plato y los vasos que no fueron retirados de la mesa; las migas de pan, las servilletas sucias.

Esta cabrona piensa que soy su gata incondicional. Ni siquiera me atiende educadamente cuando le hablo. Ya me tiene hasta la chingada.

Cuando Lety se despide con un sonorísimo beso en la boca de Clara, esta olvida como siempre su hartazgo, su sensación de sometimiento y se siente renovadamente feliz.

Son las 7:29 P. M. cuando Lety desea volver a casa y abrazar a Clara, tal y como lo ha venido haciendo durante –suspira viendo el teclado de la máquina– los nueve años que tienen de vivir juntas. Busca razones que justifiquen su ira matutina en contra de Clara y sólo acierta a pensar...

Las mañanas... bueno, las mañanas son distintas


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