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Lovise

Fulgencio M. Lax España

Homenaje a Edward Hopper (Morning Sun, 1952)

El poder de la ventana, de cualquier ventana, está en el trozo de mundo que te ofrece, ya sea el que se dibuja como un cuadro recortado de la geografía que nos rodea, o como ese universo que sólo existe en nuestra mirada y que empieza y termina en uno mismo. Es el placer de la mirada perdida en horizontes donde sólo habita el secreto de nuestra pasión y de nuestro deseo.

Todas las madrugadas, frente a la ventana de mi habitación, me encontraba con aquella mujer mirando hacia el exterior sentada en su cama. Apenas separaban su edificio del mío unos veinte metros. Al principio pensé que yo era el foco de su atención, pero enseguida me di cuenta de que no, de que su mirada me traspasaba a mí y a todos los muros que se encontraba en su camino imaginario, como si estuviera buscando la forma de alcanzar un horizonte que se le perdió en algún momento. Luego, cuando las luces del día comenzaban a brillar, se levantaba, cerraba la ventana y se marchaba. Lo mismo ocurría al atardecer, pero con la diferencia de que al caer la tarde dejaba que las sombras, poco a poco, oscurecieran la habitación, entonces, cuando la luz del sol se había marchado por completo, cerraba y hasta el día siguiente, que volvía a repetir los mismos pasos.

Las primeras veces me sentí intimidado y procuraba mirarla disimulando o fingiendo que hacía otra cosa, pero poco a poco fui quedando hipnotizado por su profunda mirada y empecé a observarla con descaro, casi exhibiéndome. Ella seguía como perdida. Fue tal la atracción que produjo en mí que por las madrugadas esperaba con ansiedad a que ella abriera su ventana y luego, al atardecer, salía corriendo de mi trabajo para encontrarme con la mirada de aquella mujer, sentada en su cama y volcando sus visiones por la ventana o, quién sabe, buscándolas en espacios que se encontraban más allá de los edificios que tenía enfrente.

Así pasaron, por lo menos, dos meses. Todos los días, incluidos sábados y domingos, se repetía la misma rutina. Llegué a pensar de todo intentando dibujar el perfil de aquella mujer. Incluso, en el delirio de mi imaginación, llegué a describirla como una especie de vampira de imágenes. La obsesión a la que me arrastró su mirada y, más aún, pensar en aquello que buscaba su mirada, me estaba volviendo loco.

Un sábado, por casualidad, me la crucé saliendo de su casa. Serían aproximadamente las cinco de la tarde. Llevaba un gorro de lana y un abrigo. Aunque no hacía mucho frío lo llevaba bien abrochado y las manos metidas en los bolsillos. Decidí seguirla.

Nunca he seguido a nadie y desconozco si existe una técnica especial para hacerlo. Sólo conozco lo que he visto en las películas, por lo que me sentía bastante ridículo escondiéndome no sé muy bien de qué, sobre todo porque estaba plenamente seguro de que aquella mujer no me conocía de nada, a pesar de haberme tenido enfrente durante tantos días, pero era tal la curiosidad que sentía alrededor de aquel enigma que no podía evitar sentirme atraído. Cruzó la Gran Vía, luego pasó por delante del Ayuntamiento y se metió por la calle del hotel San Juan hasta llegar a la plaza de Santa Ana. Allí entró en una pequeña y solitaria cafetería que tenía unas enormes cristaleras. Ella se sentó de espaldas al escaparate que ofrecía el establecimiento y yo pude ver cómo el camarero le traía un café. Pensé que estaría esperando a alguien y supuse que mi curiosidad sería satisfecha en un rato, pero pasaron unas horas y allí no apareció nadie. Entonces ella se levantó, pagó su café y salió de regreso. Yo, como sabía a dónde iba, ya no tenía necesidad de seguirla. Corriendo llegué a mi casa, entré en mi habitación y allí la esperé. No tardó mucho en abrir su ventana, colgó el abrigo y el gorro lo lanzó a un rincón. Se sentó en la cama con las piernas encogidas y cruzó los brazos sobre sus rodillas. Entonces empezó su viaje. ¿Hacia dónde estaría mirando? ¿Qué pasaba por la imaginación de aquella mujer que día tras día practicaba una rutina tan extraña y de una forma tan rigurosa? ¿Qué estaba buscando? Luego la seguí varias veces más y siempre el recorrido fue el mismo. La cafetería era la misma y siempre tomaba un café y esperaba. ¿Qué es lo que esperaba? ¿A quién? ¿Realmente esperaba?

A veces nos imaginamos espacios que sólo nosotros somos capaces de reconocer porque se crean a partir de cordilleras y valles que nadie, más que nosotros, ha visitado. Allí donde habitan el dolor y la angustia también lo hacen la felicidad y el bienestar. Allí se levanta el refugio que ampara nuestra alma y, allí, ocupando todos los rincones, está la soledad. Eso es lo que creo que buscaba la mirada de aquella mujer, una puerta por la que abandonar la soledad que llevaba por dentro. La soledad de sus deseos y también de sus silencios. Es lo que yo pienso que buscaba o lo que pienso que yo buscaría. Hubo momentos en los que yo también me abandoné a mi propia mirada y me lancé a un vacío que aún hoy soy incapaz de comprender.

Un día, que hoy no sabría determinar, porque los recuerdos y la memoria van realizando pequeñas traiciones, observé que se retrasaba en abrir la ventana. Esperé un rato y luego una hora y otra. Aquel día no fui al trabajo y estuve todo el tiempo esperando. Por la tarde salí corriendo a la cafetería hasta donde la había seguido en días pasados, pero tampoco estaba. Pregunté por ella, la conocían, incluso me dijeron su nombre: Lovise, pero no la habían visto. Fui a su edificio y pregunté a unos vecinos. Nada. Tampoco estaba. “Salió al atardecer llevando sólo una maleta pequeña”, me dijo una vecina. Se marchó sigilosamente, sin dejar ninguna señal y ya no la volví a ver nunca.

Aquella ventana permanece cerrada desde hace más de un año y yo, desde entonces, cada mañana y cada atardecer, me instalo en un complejo cruce de autopistas que sólo mi mirada es capaz de recorrer. Un especial silencio, oscurecido por sensaciones de difícil explicación, arranca con el día hasta llegar la noche. Me imagino a Lovise y casi puedo verla, allí sentada sobre su cama, como otras tantas veces, con las piernas recogidas entre sus brazos y pienso en el número infinito de horizontes que apenas puede alcanzar la mirada.


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