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La coca final

Rubén Hernández Hernández


El ruido chirriante del televisor encendido le hizo abrir los ojos. Se desperezó, estirando los brazos con energía. Se levantó y recuperó un papel de entre los pliegues del asiento del sofá de pana verde botella. Caminó hacia la izquierda de la sala amueblada con austeridad. Pinturas y dibujos a tinta china cubrían las paredes. Un sencillo librero de madera cuyos estantes lucían pletóricos de libros de lujosa encuadernación roja cubría casi por entero la pared derecha de la estancia.

Entró a la cocina. Jaló la puerta del refrigerador lleno de latas de comida, cervezas y refrescos embotellados. Extrajo una coca del congelador. Hizo girar la tapa de plástico; el gas escapó en un siseo. Tiró con los dedos la tapa blanca que permanecía en la boca del envase.

Cobró conciencia de la tenue música que provenía del algún lugar indeterminado del edificio: parecía el Himno a la alegría, de Beethoven.

Miró el reloj de pared que marcaba las tres de la mañana. Se sentó a la mesa. Observó la botella de refresco. Se puso de pie y buscó en una alacena. De una caja obtuvo dos popotes que, después de sentarse nuevamente, colocó en la botella de refresco.

Se inclinó a sorber o jugaba a hacerlo porque el contenido del líquido permanecía intacto. Manipulaba los popotes entre sus dedos largos con uñas pintadas de rojo granate. La ligera espuma del negro líquido ascendía y descendía a todo lo largo de los popotes de plástico transparente en un juego burbujeante.

Los senos turgentes en el suéter azul cuello de tortuga y los labios rosa nacarado se contraían y expandían a igual ritmo cuando Ana succionaba imperceptibles dosis del líquido que no cesaba de espumar.

Luego irguió la cabeza e hizo a un lado el refresco. Extendió el papel amarillo, tamaño carta.


Llegaré tarde, cariño. Mi esposa se insistió en que la llevara de compras.

Te quiere, Rafael


Largo rato permaneció mirando el recado como tratando de desentrañar un significado oculto.

Arrugó el papel y lo lanzó contra el piso. Alargó un brazo para alcanzar la cajetilla y el encendedor que se encontraban en el centro de la mesa. Con pasmosa morosidad encendió un cigarrillo king-size y con la misma calma dio largas fumadas. El humo le obligaba a entrecerrar los grandes ojos café.

Dirigió de nueva cuenta su vista hacia el reloj de pared y enseguida confirmó la hora en su reloj de pulsera: eran las tres y cuarto de la mañana.

Súbitamente se levantó y fue al baño. Se inclinó en el lavamanos; gruñó hasta que un líquido amarillo y viscoso fue expulsado. Levantó el rostro y se miró con estupefacción en el espejillo del baño. Se tocó la boca y los párpados. Contempló sus ojeras violeta y las arrugas incipientes que rodeaban sus vidriosos ojos. La música antes tenue fue tornándose intolerable a los oídos.

Regresó a la cocina. Cogió la coca y la arrojó contra el reloj de pared. Luego se precipitó a la sala. Del cajón de una pequeña cómoda extrajo papel y lápiz.


Te dejo para siempre. Ya no soporto vivir esta situación. No me busques jamás o te arrepentirás de haberlo hecho. Todo perdió su sentido.

Ana


Y efectivamente así lo corroboró un acercamiento en close-up al rostro de Ana, seguido de una disolvencia en azul, antes de que una llama se proyectara y cubriera la pantalla, recordando la vulnerabilidad del celuloide y fundiendo en negro lo que parecía una historia más o menos verdadera.


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