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El poeta del jardín

Rubén Hernández Hernández


Cabecea adormilado. Una viscosa pesadilla lo despierta bruscamente. Con el dorso de la mano se limpia el sudor de la frente. Luego recarga todo el cuerpo en el respaldo de la banca. Respira con cierta dificultad –abre pronunciadamente la boca– el aire cálido y el aroma que desprenden las plantas y árboles en esa soleada tarde veraniega. Busca y encuentra sus anteojos en el interior del raído saco café. Desdobla el periódico que mantenía sobre las rodillas y lo extiende ante su vista, como utilizando las páginas entintadas para protegerse de algo nocivo e impreciso. De reojo ve pasar dos niñas que brincoteando buscan la fuente en el centro del jardín.

“...hermosas niñas, radiantes de amor latente, ¿quién lamerá sus muslos en noches consteladas?...”

—No, no es verdad. Yo sólo pensaba en voz alta —explica el viejo en un cascado tono, mientras el policía le tuerce el brazo.

—Pinche viejo cochino, aquí vienen familias decentes a pasar el domingo. Ya me habían avisado de sus peladeces. No lo quería creer porque usted parecía un anciano respetable, pero ya me colmó la paciencia. Esta vez mucha gente se vino a quejar conmigo –sentenció el policía al levantar en vilo al hombre de la banca.

Algunos curiosos siguen al viejo y al policía hasta que estos se pierden entre los recovecos del parque.

Las dos niñas sentadas al borde de la fuente han observado toda la escena.

—Te fijaste en el señor que el policía llevaba abrazado. Mi hermana, la mayor, dice que es un poeta.

—¿Qué es eso? –pregunta la otra niña, dejando ver sus blancas pantaletas y sonrosadas piernas.


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