Guadalajara, Jalisco. 28 de mayo de 2019
Querida mía:
Escribir una carta es una actividad en desuso y pasada de moda. El desarrollo de los teléfonos móviles, del internet, del e-mail, de las redes sociales, nos permiten hacer llegar nuestros mensajes de una manera más rápida, más cómoda y segura, ya que una carta puede llegar a perderse. Sin embargo, las cartas siguen teniendo ese matiz personal del que los otros medios de comunicación carecen. Escribimos cartas a aquellos que aunque están lejos seguimos recordando. Por eso, en el hecho de cartearse hay siempre un dejo de cariño y de nostalgia. La carta significa lejanía, ausencia, y las palabras vertidas sobre el papel simulan entonces una caricia. Princesa, esta carta te la escribo para librarme de la pena de no verte y para desearte un feliz cumpleaños.
Escribir una carta es un acto de reflexión, ya que aunque tengamos presente al interlocutor, en la hoja en blanco redactamos un diálogo con nosotros mismos. En realidad, en una carta escribimos vivencias, ideas, sentimientos; en ella resumimos los desafíos que la vida nos pone en el camino día a día.
Además de felicitarte por tu cumpleaños, esta carta es para que te liberes de la pena de amor que te carcome. Querida, a tu corta edad ya debes saber que a una pena de amor siempre sigue otra y que en cada ocasión pensamos que esa era la peor y sería la última. Ahora tú sufres de nuevo y, claro, otra vez desearías morir.
Si ahora te digo que uno olvida el dolor, no querrás creerme, pues tú bien sabes lo que uno siente en las penas de amor: “¡No volveré a sufrir, porque nunca más me enamoraré!”, pensamos ingenuamente, como si eso fuera posible, como si el único remedio eficaz contra el amor no fuera un nuevo amor.
Me has dicho que cada vez que te enamoras te ocurre la misma cosa. Y es que a tu tierna edad aún no has comprendido que “el amor para siempre” dura muy poco, por la sencilla razón de que sin querer nosotros mismos cambiamos sin cesar. Nosotros, los mismos de ayer, hoy ya no somos los mismos. Y sería muy pretencioso de nuestra parte pretender seguir amando idénticamente a la misma persona después de tantos cambios. Al filo de unos cuantos días nadie sale vivo.
Yo soy un hombre común, un cualquiera, una persona normal, pero trato de ser honesto con mis sentimientos, tal vez por eso cuando me enamoro de una mujer le prometo amarla “lo más eternamente posible”.
Con frecuencia, los hombres no comprendemos o nos olvidamos de que el amor es el deseo permanente de la presencia física del ser amado y que una vez conseguida el deseo que teníamos desaparece. Así ocurre con frecuencia en el matrimonio.
No lo sé de cierto, pero supongo que las mujeres aman de otra manera, de una forma más obsesiva y tenaz, se entregan a esa tarea como a ninguna otra. Esto te lo digo porque una vez conocí a una jovencita más o menos de tu edad que soñaba con conocer Nueva York. Y en su primer viaje renunció a perderse en las calles, a sentarse en las terrazas de los cafés, a mirar la bahía, a visitar los museos o el Central Park. Renunció a todo para quedarse en el hotel, al lado del teléfono, “por si él llamaba”.
–De esto -me decía-, ustedes los hombres son incapaces.
Y tal vez ella tenga razón, ya que los hombres somos incapaces de muchas cosas. Pero eso no quiere decir que no amemos, o que amemos menos que las mujeres. Puede ser que para nosotros el amor no sea el único pilar de nuestra existencia, con razón o sin ella.
También creo que no hay persona, hombre o mujer, sobre esta tierra que merezca sufrir por amor. Sin embargo, es muy fácil causar este dolor, ya que a veces se produce por una palabra no dicha, después de una simple carta, de una cita anulada, de un encuentro postergado, ya que cualquiera de estos actos, envueltos en una perífrasis, siempre significa un adiós.
Cada mujer que he amado ha cedido su lugar a otra, y de todos mis fracasos amorosos he sacado esta enseñanza: toda separación siempre tiene una causa precisa. ¿Has buscado tú esa razón para sacar algo de provecho de todos tus fracasos?
Me parece increíble que el amor pueda reposar sobre símbolos verbales, que pueden tanto hacerlo crecer como destruirlo. Yo sé que si hoy sufres tanto como sufriste ayer, es porque a quien amas está ausente. Tal vez no lo creas, pero el alejamiento tiene la virtud de suavizar las asperezas de lo cotidiano, de hacer desaparecer los obstáculos que surgen cuando uno está con el ser amado. Como el truco de un ilusionista, la ausencia metamorfosea “tu amor invencible”, “tu amor más fuerte que la muerte”, en un acontecimiento banal y casi extraño. El tiempo y la distancia trastocan tanto al amor que el día en que los dos amantes se encuentran por fin (como en los tangos de Gardel) sufren una decepción y se preguntan en qué extravío habían caído. Y entonces tienen pena por su ceguera, ya que aunque el amor es ciego, tarde o temprano abre los ojos y aprende a ver.
Atrapados por la ausencia y la distancia, cada uno de nosotros es sumamente sensible al universo de poemas y canciones que hablan de amor. Y nos causa sorpresa que todos los poemas y canciones de amor (cualquiera que sea la riqueza de sus imágenes o las calidades estilísticas) se parezcan a nuestra historia. Y es que a final de cuentas todas las historias de amor, por diversas que sean, son iguales. Y casi ninguna de ellas tiene un final feliz. Ya lo dijo Joaquín Sabina: “Los amores eternos duran lo que dura un corto invierno”.
Tal vez no querrás creerme, pero he conocido jóvenes mujeres que encontraron que el “mal de amores” era bello y cultivaban esos amores de princesas lejanas con largas cartas de amor que nutrían y engordaban las valijas de los carteros que cual neocupidos llevaban y traían mensajes de amor.
Creo, sin querer consolarte, que todavía no hemos aprendido a amar. Cuando hablamos de antipatía, de rencor, de odio, de venganza, de inmediato sabemos de qué se trata. Pero la palabra “amor”, esa palabra inmensa, suena vacía. La llenamos de un montón de mentiras, o de sentimientos que nada tienen que ver con él, y que incluso muchas veces atentan en su contra. Confundimos el amor con la búsqueda de protección, con el deseo de escapar de la soledad, con la voluntad de dominación, con el sentido perverso de la propiedad, con las ganas de satisfacer nuestros deseos sexuales, con el deseo de tener a alguien con quien aliviar las humillaciones sufridas, o incluso por tener quien nos tienda la mano cuando tropezamos y caemos.
Frecuentemente confundimos el amor con otras cosas simplemente porque no sabemos amar, porque estamos tan desacostumbrados a que nos digan que nos aman -o a entenderlo, que es lo mismo- porque desde que éramos niños mamá y papá cometían el grandísimo error de decirnos: “Si te portas bien, te quiero mucho”, lo cual al traducirlo significa que “si te portas mal, te quiero poco”. Esto último no nos lo decían, pero se supone. Por eso estamos tan acostumbrados a sacarnos buenas notas en la escuela y a portarnos bien para ganarnos el cariño de alguien. Pero si el amor lo tenemos que mendigar no es amor. Porque el amor no se mendiga, el amor se merece.
Cuando llegamos al amor lo hacemos tal y como somos, con todas nuestras broncas, con todos nuestros peros, con toda nuestra suciedad encima, con todos nuestros defectos, con todos nuestros miedos, es decir, llegamos al amor tal y como somos. Y eso es lo que no aceptamos, eso es lo que no entendemos. Por eso no sabemos amar.
No sabemos amar al otro tal y como es, no lo aceptamos con sus defectos, no hemos aprendido a amar en una relación de igualdad. Por eso nos seguimos esforzando en sacarnos buenas notas y en portarnos bien para que nos amen. Pero eso no es amor. Sin embargo, si hiciéramos un esfuerzo (como lo hacemos en la escuela para sacarnos buenas notas cada mes y así poder pasar de grado al final del año), si nos aplicáramos a construir modestamente una buena armazón para el amor, quizá al cabo de miles de años aprenderíamos a amarnos sin adverbios ni adjetivos, o al menos sin heridas, sin sufrimiento, sin negarnos el uno a la otra, sin reproches, sin infligirnos las letanías de los sacrificios cotidianos.
Tal vez por eso, el mejor amor es el que permanece lejos e idealizado. Y si tú, Pequeña Princesa, con esta despedida hoy te sientes golpeada por este mal de amor que crees incurable, se debe a que ignoras que esto es sólo un daño intermitente y pasajero, exactamente como si fuera un acceso de varicela; es porque aún ignoras que en esta enfermedad todos somos víctimas y que no podemos ni deseamos sanar.
Este amor fue como el mar y nos atrapó por sorpresa. Sin hacer caso de las advertencias nos lanzamos a las olas y nos arriesgamos en mar abierto, hasta que una ola más fuerte que las demás nos revolcó, llenándonos de sal los ojos y dejándonos moretones en el alma, ¿no es cierto? Pero no tengas miedo de volver a amar: el mar siempre será el mar.
Princesa, espero que cada vez que te introduzcas al mar salgas más enriquecida. Espero que de cada hombre, y también de ti misma, siempre saques una lección que te ayude a vivir mejor tu próximo amor, el que ser otra vez “el único” y nuevamente creerás “eterno”.
Yo ya no estaré a tu lado para que me cuentes tu historia, para dejarte llorar sobre mi hombro, para tratar de consolarte acariciándote el alma o para hacerte sonreír con mis tonterías.
Princesa, hoy no me queda más que darte un beso sobre tu corazón moribundo en el vacío de mis manos. Buena suerte y adiós.
Pd. ¿Feliz cumpleaños?