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La comida del rey

Haidé Daiban Argentina


En el palacio rodeado de jardines a la francesa, el rey observa desde las ventanas de su habitación privada la maravilla de las fuentes inagotables en sus movimientos de morir y renacer. Más allá están los tiestos con flores a lo largo del camino central enmarcado por arbustos podados que forman hileras.

El pavo real abre y cierra su cola llamando la atención de la hembra, coloreando el césped en arco iris.

El rey acomoda su peluca varias veces, quizá para calmar la picazón de algún piojillo travieso, esperando mientras tanto la hora de su pantagruélico almuerzo.

Los escarpines con hebillas descansan a un lado del lecho real y el manto con armiños está estirado pomposamente sobre su sillón favorito.

En unos momentos más la turba (una parte seleccionada del populacho) entrará para colocarse tras las barandillas de madera dorada que separa su lecho de la estrecha antecámara y del lugar reservado para algunos destacados personajes. En ese espacio pares de ojos ávidos tendrán el honor de observar a Su Majestad mientras deglute sus manjares.

Todos tratarán de hacer las reverencias adecuadas y hasta excesivas, por si Su Majestad decide tirar al voleo algún resto, dirigido a algún privilegiado. Mientras, continúa recostado, se diría muy cómodo, bajo su baldaquino ungido por corona y plumas entre dorados a la hoja.

En la gran cocina del subsuelo, los cobres fulguran colgados sobre las paredes y el fuego, avivado por fuelles de cuero, se eleva, cobra fuerza.

Las fuentes esperan, impacientes, esos manjares que, adornados con frutos y flores, irán por escaleras de mármoles a saciar el apetito real.

Su Majestad, en general, ignora presencias, como ignora un gran señor a los mendigos que pasan por las vidrieras de las grandes tabernas.

Come Su Majestad, traga, bebe, se chorrea, no mira, lo miran. Casi no respira, eructa.

Su lacayo le acomoda una gran servilleta bordada con las iniciales reales. Alguien toca el laúd en una sala contigua.

Las bocas salivan, tragan aire, abren los ojos (por exaltación y por curiosidad), retienen las manos. Ante ellos desfilan los sirvientes con fuentes cargadas de pavos, faisán al vino, corderos de Medio Oriente a la menta, sopa en cazuelas de plata; un gran pescado los mira, relleno de champiñón y trufas, las fuentes de plata con asas de asta de ciervos de los cotos de caza, brillan…

Su Majestad eructa con realeza y la turba aplaude a su actor. Y él, como un niño asombrado, sonríe bajo la peluca enrulada.

Su Majestad bebe copiosamente su vino de uvas de Languedoc. Las salivas se escurren entre los labios y se codean unos a otros, espectadores transportados a las fiestas báquicas y se restriegan las manos vacías. Sufren pensando en el final del espectáculo, ya próximo.

Las mujeres muestran con descaro sus senos, que tratan de escapar de sus amplios escotes, es lucirse ante los ojos reales como una ofrenda, aunque aquellos nada ven. Enormes angarillas con postres y fuentes doradas rebosantes de delicias aparecen por las puertas. La reina está ausente…

Pasan los bavarois con salsas y adornos de marron glacé, los frutos caramelizados, los gateaux, en especial los de chocolate exquisito y raro manjar de las Américas, pasteles rellenos, ¡ah!, exclaman a coro.

Los almíbares se escurren por la boca real y los labios entreabiertos muestran el manjar desgarrado, rojo de fresas que desaparecen unas tras otras.

Ruedan sobre las alfombras de Aubusson frutos varios: almendras, castañas y nadie osa inclinarse, sólo ojos ávidos bailotean a compás.

Se escucha el tintineo de carrillones apagados, es la hora, luego de los licores servidos en botellones de cristal y plata el rey descansará.

Como un gran telón se corre el damasco rojo que cuelga del baldaquino y decenas de pies mal calzados, cansados, se alejan del escenario con suaves reverencias, en tanto desde las ventanas el sol va dejando un rastro dorado sobre las paredes asedadas e ilumina las hebillas del calzado real que yace a los pies de la cama.

Todo reposará en instantes y la representación se repetirá en siete días. En el ínterin dicen que ocurrió un hecho anticonvencional, insólito. El rey salió de sus cabales al sentirse descompuesto. El médico real diagnosticó una indigestión o una intoxicación. Nadie quiere pensar en un envenenamiento.

Inmediatamente los soldados del rey fueron en busca de los espectadores del día o los posibles subversivos, los potenciales criminales o aquellos que con sus malas artes enfermaron al monarca.

Llegan al fin los presos, que no sabían de sus malos poderes, piden perdón y clemencia y juran no haber deseado ningún mal a su señor.

El cocinero, desesperado, desliga a su personal del problema, habla de la frescura de los productos, señala a la mala suerte o a alguna peste y se encierra entre fogones a la espera de los acontecimientos.

Al atardecer de aquel día, tres horcas se prepararon en los bosques de Fontainebleau, mientras el rey maldecía entre vómitos a las brujas y se culpa por ser tan magnánimo al permitir las visitas al palacio.

A las siete de la tarde, cuando el sol ya desaparecía del horizonte, entre rojas llamaradas que emergían detrás de las nubes, se oyó el redoblar del tambor…

Aquellas tres sombras que se balancearon durante una semana y dieron mucho que hablar y temer, no quitaron, sin embargo, el apetito a su Gran Majestad que, pasados unos meses, volvió a permitir la entrada a los consecuentes cortesanos y a los elegidos plebeyos que se arriesgaron a correr un destino incierto.


Jumb12

No des tiempo

Andrés Guzmán Díaz


Jumb13

Fotógrafo

Raúl Caballero García


Jumb14

Luz

Ana Romano Argentina


Jumb15

En defensa del clavo...

Gabriel Cerda Vidal