¿A quién le importa la educación? Escuchamos a las autoridades y recibimos mensajes contradictorios. Por una parte, los encargados de repartir el pastel se ufanan de beneficiar con grandes tajadas a las hambrientas instituciones, al margen del nivel al que correspondan. Por la otra, quienes reciben estos subsidios o presupuestos se quejan de que todo recurso es insuficiente, que se pierde en labores no propiamente relacionadas con el resultado final en el aula, en corrupciones y desvíos, y que al final sólo son unas pocas migajas las que se aprovechan, insuficientes para mitigar las necesidades que vienen arrastrándose desde tiempos inmemoriales.
La sociedad, desde distintos frentes, medios, y a través de diversas agrupaciones, subraya los males y deficiencias que aquejan al sistema, desde los programas, los docentes, la infraestructura, pero como tal, es decir, como sociedad, se enfoca en otras prioridades y sus intereses se desvían a situaciones banales e inmediatas vinculadas más con cuestiones materialistas y frívolas como el ocio inútil y actividades que le permitan pasar por la vida sin preocupaciones trascendentales.
Los padres constituyen otro frente que lanza sus ataques a la educación y, en particular, a los profesores, a quienes responsabilizan de las deficiencias (no sólo educativas, sino también de conducta) de sus hijos, eludiendo un poco la responsabilidad que ellos mismos tienen en este sentido. ¿Y qué pasa cuando son los propios estudiantes quienes se interesan poco por aprender, quienes no demuestran suficientes deseos por mejorar y superarse en lo académico y en su crecimiento personal, emocional e intelectual?
En general, debemos reconocer que el medio en que vivimos no favorece el desarrollo educativo y, en realidad, se interesa poco por la educación. El enfoque, las energías, los intereses generales están puestos en otras miras, las preocupaciones acuciantes son otras, envueltos como estamos en una vorágine de vivir al día, de distraernos para no sentirnos apabullados por la realidad que nos agobia y de la que preferimos evadirnos. La lectura, fundamental para la adquisición del conocimiento, no es prioridad; la formación humanista, indispensable para conocernos y conocer al otro y aceptarlo, para mejorar como individuos y como sociedad, está fuera de los programas.
Sin embargo, no es mi propósito encontrar culpables, misión imposible y que, en realidad, no conduce a nada provechoso. Pretendo, más bien, rememorar un incidente que viví en fecha reciente ante un grupo y que, en mis más de veinticinco años como docente no me había tocado sufrir y que pone de relieve los aspectos que he mencionado hasta este momento.
Tal situación me parece que la vislumbré en cierta ocasión en que me enfrenté a uno de los grupos más apáticos con los que había trabajado hasta entonces. Exponía algún concepto, daba un ejemplo y les pedía que desarrollaran algún ejercicio. Lo más que conseguía era que algunos sacaran sus cuadernos y que dejaran pasar el tiempo hasta el momento en que se terminaba la clase. Por más que me paseaba por el aula y los exhortara de mil maneras a que comenzaran a trabajar no conseguía más que algunos (tres, cuatro) trazaran unas cuantas líneas y que, al final, abandonaran el aula sin haber completado siquiera una oración. Hablando al respecto con mis compañeros docentes descubrí que enfrentaban el mismo problema. Alguno informó que la causa habría que encontrarla en la determinación de la Secretaría de Educación de que ningún estudiante de educación básica (primaria y secundaria) podía reprobar, así que los jóvenes se acostumbraron a no hace nada y obtener a cambio una calificación aprobatoria.
Y así me tocó un grupo al que, por su conducta y apatía, tuve que reportar ante las autoridades (yo que repudio esa clase de acciones y a las que nunca antes había recurrido). Lo primero que detecté fue la falta de respeto de unos hacia otros. Se insultaban, recurrían a la violencia, vivían en un ambiente continuo de hostilidad.
Debo reconocer que, en general, conmigo se mostraban respetuosos, aunque el ausentismo a clases era elevado y su nivel de trabajo y compromiso era ínfimo. Los exhortos no servían de nada, mucho menos la presión y las amenazas de no recoger trabajos que no se entregaran a tiempo o bajar la calificación por actividades no realizadas. No me gusta sermonear a mis grupos, pero cuando lo hice frente a ellos sus rostros me mostraban que estaba perdiendo el tiempo.
Ningún recurso valía. El resultado siempre era el mismo. Hay una actividad que denomino “Oraciones al azar”, que consiste en formar oraciones eligiendo sus elementos mediante el lanzamiento de dados. “La próxima clase”, les pedí, “necesito que se organicen en equipos de cuatro estudiantes y que cada equipo traiga un par de dados”. Conociéndolos, les advertí que el equipo que no cumpliera con traer los dados no podía estar en la clase. Así que ese día sólo trabajaron dos estudiantes, los únicos que cumplieron con traer los dados.
“Hay doce temas en el curso”, les informé en la siguiente clase; “como no trabajaron en la anterior, les queda claro que ya perdieron casi el 10% de la calificación final; y si consideran otras actividades que tampoco han realizado, se darán cuenta de que algunos prácticamente están reprobados”. No les importó, por supuesto. Una situación semejante (ahora les pedí un periódico; ningún estudiante lo llevó) se presentó unos días después. Mismo resultado; por tanto, suspendí la clase (no tuve alumnos).
Fue entonces cuando debí recurrir al oficial mayor de la escuela, para reportarlos. Le mostré la lista de asistencia, donde quedaba constancia que más de la mitad no había acudido siquiera al número mínimo de clases para tener derecho a calificación en ordinario. Acudió a hablar con ellos y, a regañadientes, se comprometieron a trabajar, lo cual por supuesto no hicieron.
Como la situación no mejoró, me dirigí a la tutora del grupo, quien había sido su maestra y había enfrentado la misma situación. La tutora, a su vez, acudió con la orientadora educativa de la escuela (a quien yo ya había puesto en antecedentes), quien se comprometió a programar una sesión con un psicólogo para ayudar al grupo. Me pidió una de mis horas de clase para llevar a cabo dicha sesión. Se terminó el semestre y el grupo se quedó a la deriva. Fue un grupo, debo decirlo, de olvidados, de desairados, de rezagados.
Esta situación me regresa a la pregunta inicial: ¿a quién le interesa la educación? ¿Sobre quién recae la responsabilidad de estudiantes como los descritos en esta nota? ¿Qué situación enfrentan en su familia para comportarse de esta manera? ¿Qué pasa por su cabeza para reaccionar como lo hacen? La institución demostró que no le interesan estas situaciones, pues aunque se supone que tiene un programa diseñado al respecto no hizo absolutamente nada. Pero, me parece, lo más preocupante son los padres y las familias de estos muchachos y, más delicado todavía, que estos estudiantes muestran una apatía y un desinterés hacia su propio desarrollo educativo y personal. Si ellos no se preocupan por sí mismos, quién lo hará. Y lo más lamentable: ¿seguirán el resto de su vida como estudiantes rezagados?