Cuando terminé de leer Madame Bovary no pude hacer otra cosa que soltar una carcajada. La historia de esta mujer trastornada termina de la manera en que, paradójicamente, sabíamos que terminaría, pero por eso mismo resultaba difícil imaginarlo. Esperábamos una magia propia de la literatura que nunca llegó; en esencia, es esta la revolución del realismo (y posteriormente del naturalismo): mostrar las cosas como son, sin ningún maquillaje o arreglo.
El sentimiento que me embargó al leer Naná fue más o menos similar. Cuando Gustavo Flaubert y Émile Zola hacen un retrato minucioso de la realidad en sus novelas, ponen a sus personajes a merced de la fatalidad, como la vida nos tiene a nosotros. Tal sensación fue la que me hizo meterme en este lío que resulta comparar dos personajes caóticos e icónicos de estas obras clásicas.
En inicio de las novelas no presenta directamente a las protagonistas. Los autores primero se encargan de crear un ambiente que permita la expectación del lector. En el caso de Zola esta expectación es mucho más potente porque la expectativa del lector se sobrepone a la de los espectadores del teatro que no dejan de murmurar el nombre “Naná”. Con Flaubert el inicio está focalizado en Charles, quien funge como marco para la historia de su mujer, pues la historia no termina con la muerte de Emma, sino con el fin de la vida de Charles.
Naná es una actriz/prostituta y Emma un ama de casa adúltera. En esta historia de mujeres llenas de hartazgo por la vida o bien llamado ennui, es el sexo el pilar más importante. El sexo sucio, incorrecto y fuera de las normas morales. El tratamiento tan sutil que se le da a este tema central es la principal semejanza entre estas dos obras y me hace reparar en dos cuestiones: en el puritanismo de la época que exige esta, por decirlo de algún modo, discreción, y el contraste con la realidad de los lectores del siglo XXI que estamos inmersos en medios hipersexualizados y sufrimos de un morbo con tendencia a lo pornográfico.
Esta omisión de las escenas sexuales deja un espacio prioritario a la sensualidad (cuestión igual de incómoda para la época), verdadero móvil de las acciones de los personajes dentro de la obra. Me apoyo en las palabras de Mario Vargas Llosa: “He comprobado que la excitación es más profunda en la medida que lo sexual no es exclusivo ni dominante, sino se complementa con otras materias, se halla integrado en un contexto vital complejo y diverso” (1995, p. 32).
Cada protagonista domina la sensualidad a su manera y produce en sus amantes el anhelo irrefrenable de poseer lo que no puede tenerse por completo. “Cuando Naná cerró el ojo derecho y se pasó el pincel, él comprendió que era su esclavo” (Zola, 2003, p. 149); equiparo lo anterior con el papel del lector en la narración, quien es seducido por la ausencia y no alejado por el exceso.
Hablamos, pues, de dos protagonistas sensuales pero de diferente naturaleza: la belleza de Naná es animal, instintiva. La cualidad más destacada en sus descripciones oscila entre su piel de mármol y las pronunciadas curvas de su cadera y sus senos. Naná posee una belleza corpórea capaz de esconder su falta de talento para cantar y seducir a un teatro entero. En contraste, Emma tiende más a esa tan procurada voluptuosidad y refinamiento. Es caucásica, delicada de fisonomía (incluso frágil y enfermiza) y muy pretenciosa en cuanto a vanidades.
Existe un rasgo que separa aún más tajantemente a estos dos personajes; definámoslo como la cultura. Madame Bovary se educó en un convento e incluso se queja: “Lo he leído todo” (Flaubert, 2017, p. 137), situación opuesta en Naná, quien está predestinada a vivir en una suerte de ignorancia que la vuelve exótica. Las aventuras de Emma giran en torno a esta cuestión: anhela mucho más que el simple gozo físico, algo más intelectual que podemos ver representado en sus conversaciones con León sobre música y la correspondencia con Rodolfo, de tintes ficticios, para su propio placer.
En tal caso, podemos hablar de la naturaleza de su belleza como una representación simbólica de su grado de conciencia. Emma resulta más consciente (y por lo tanto dolosa) de sus actos que Naná, lo que es un potencializador: el hecho de ser infiel le da, por breves momentos, la voluptuosidad que busca. Naná, por sus continuas comparaciones con animales, termina por envolverse en un velo de inocencia que disculpa sus acciones a pesar de la dura crítica que recibe de las otras mujeres de su entorno.
Ambos personajes tienen en su historia episodios que representan un conflicto con la religión católica. Quizá son mucho más explícitos en Naná porque se corporizan en su relación con el conde Moffat y los temores de este que aparecen desde sus primeros contactos: “Fue un gozo mezclado de remordimientos, uno de esos placeres de católico que el miedo al infierno aguijonea en el pecado”. La belleza de Naná termina no sólo por corromper los ideales religiosos de este hombre, sino que también lo deja arruinado económicamente.
En Flaubert, el tema se plantea de una manera más simbólica; León y Emma se encuentran en una catedral para comenzar su affair. Después de que Emma intenta acallar sus malos pensamientos acercándose a la religión, termina siendo ignorada deliberadamente. Atribuyo este pasaje a una crítica, propia de la corriente, para señalar inconsistencias y contradicciones en la institución religiosa; el tratamiento de tabú a la sexualidad, específicamente.
Estas mujeres se portan tan mal que le arruinan la vida a dos jóvenes amantes (bueno, Naná le desgracia la vida a varios). Creo que es un medio efectivo para reiterar el poder de la seducción en ambas protagonistas, donde la muerte es el clímax de su papel como objeto de deseo.
En Naná es el desengaño lo que hace a Jorge quitarse la vida: “Y cuando se halló solo el muchacho empezó a buscar. No encontrando otra cosa tomó del tocador unas tijeras muy puntiagudas […] y sencillamente con un gran golpe se las hundió en el pecho. […] Estaba asustada [Naná], el muchacho caído sobre las rodillas acababa de asestarse un segundo golpe” (Zola, 2003, p. 422).
Y con la muerte de Emma nos percatamos de los sentimientos de Justino: “Un muchacho lloraba de rodillas, y su pecho, sacudido por los sollozos, jadeaban en la oscuridad bajo el agobio de un inmenso pesar, más dulce que la luna y más inasible que la misma noche” (Flaubert, 2017, p. 437).
A pesar de que ambas mujeres son jóvenes (más Naná que Emma) hay un ambiente maternal que rodea su relación con estos personajes, una relación edípica que no hace más que añadir fuerza al tabú sexual (ahhh, pero a sus hijos de verdad nada que les hacían caso).
Ambos personajes desean, cada una a su manera, encontrar algo que las llene. Emma está inmersa en un hastío de la realidad que la hace anhelar lo que ha visto tantas veces en el arte, es decir, busca un amor literario muy intenso y su marido ordinario (demasiado ordinario) la tiene eternamente insatisfecha, pues sus aspiraciones se encuentran a niveles muy distintos; el personaje Kugelmass, en el cuento “El episodio de Kugelmass”, de Woody Allen, a pesar de su distancia cronológica, describe impecablemente este cerco que divide el matrimonio: “Él no sabe ni dónde está parado. Es un paramédico mediocre que comparte su vida con una bailarina. Siempre está listo para acostarse a las diez mientras ella se pone sus zapatillas de baile” (Allen, 2006).
A esta insatisfacción sexual sufrida por Emma en manos de su marido se aúna el anhelo por subir en la escala social. La limitación más grande de Naná es su origen, que define toda su vida, el principio básico del muy criticado determinismo hijo de Zola. En ambos casos, a pesar de que hay un intento por dejar atrás ese estado de donde salieron, sólo Naná conseguirá relacionarse con la nobleza (el príncipe y el conde Muffat); tristemente, sigue siendo sólo una cortesana que tuvo sus buenos ratos. A Emma no se le otorga ese placer, pero constantemente recuerda ese baile ostentoso y al conde, con una petaca de seda verde que funge como su madalena. La petaca también resulta una representación de la importancia vital que tiene lo material en la vida de Emma y que terminará por dejar a ella y a su esposo en la ruina. Ambas protagonistas sufren un autosabotaje. La belleza en relación con su conciencia se ve de alguna forma invertida: ahora es Emma quien parce ignorar el origen de su mal, su búsqueda infructuosa de estándares irreales.
Los caballos tienen a mi parecer una función simbólica más allá de la literal, pues aparecen en episodios cruciales para las protagonistas. En Emma como una novatada: la primera vez que comete adulterio es cuando va a montar con Rodolfo, y en un remate de su simplicidad, Charles le regala un caballo. Y en Naná como inicio de los acontecimientos nefastos: en el capítulo 11, un caballo con el mismo nombre de la protagonista (en una muestra más de animalización) gana la carrera y Vandreuvres, que apostó y perdió sus últimos recursos, decide quitarse la vida.
Según Chevalier, en el Diccionario de los símbolos, el caballo está relacionado directamente con la sexualidad y la fertilidad, y su galope se asocia con el aumento del pulso, una elocuente metáfora para la excitación sexual. Volvemos a un aspecto ya mencionado, sobre los recursos subrepticios de los que se valen los autores para abordar la sensualidad con elegancia. La animalización de Naná exalta su brío y porte dominante en una imagen completa de la mujer como figura sexual.
Los caballos, de acuerdo con el citado autor, también se encargan de traer los malos agüeros (pensemos en los jinetes del infierno) y en ambos casos son los potencializadores de las peores desgracias: el descarrilamiento moral de Emma y el presagio de las muertes relacionadas directamente con Naná: Jorge, Vandreuvres y al final ella misma.
Naná y Emma mueren al final de una vida llena de placeres carnales donde por su culpa muchos quedan lastimados; sin embargo, ¿podríamos hablar de cualidad moralizante en estas muertes? Según mi opinión, la respuesta es no, porque no puede haber cualidad moralizante cuando se culpa a la fatalidad.
Esta responsabilización del destino es más explícita con Flaubert, pues sale de los labios del propio Charles cuando habla con Rodolfo: “No le guardo rencor […] fue culpa de la fatalidad” (2017, p. 447). Pero también se manifiesta con claridad en Naná, debido a su origen y a lo malo que traía en la sangre (en la época estaba en boga la idea de los defectos conductuales genéticos). Era imposible, nada más. Ni Naná ni Emma pudieron haber hecho algo para cambiar su destino ni el curso de sus acciones. Emma decide suicidarse y su muerte no remedia (sino al contrario) la situación de su esposo e hija. En el caso de Naná, la noticia de su muerte no va más allá del ambiente de frivolidad en que siempre se desarrolló.
Sin afán de profundizar en cuestiones estructurales, la relación entre estas novelas me parece estrecha. Ambas tienen un título conciso y cargado de significado: el propio nombre de las protagonistas. En ambos casos los autores se permiten darnos un marco en su historia con narradores heterodiegéticos omniscientes y siguen una cronología lineal, donde el autor medio ausente se permite hacer una crítica a las instituciones políticas y religiosas de la época y, claro, a los valores morales practicados.
En un resumen escueto las historias parecen ser las mismas: una mujer consumida por los vicios de la carne termina por morir en la miseria. Sin embargo, lo importante en ambas obras no recae en los actos, sino en las ideas que desembocan en la transformación de los personajes. Una degradación hasta entonces atípica para la literatura: la realidad en su estado más crudo, sin ánimos de embellecer las carencias morales de los personajes.
Como lectora del siglo XXI veo a Naná y a Emma como dos mujeres muy fuertes (medio desequilibradas) pero que se dan la oportunidad de seguir sus pasiones más fundamentales, aunque las conduzcan por el camino indeseable de la fatalidad.
Allen, Woody (2006, 2 de julio). “El episodio Kugelmass”. En “Gente que necesita terapia”. Recuperado de https://gentequenecesitaterapia.wordpress.com/2006/07/02/un-cuento-de-woody-allen/ el 1 de diciembre de 2017.
Chevalier, Jean, Gheerbratn, Alain (1986). “Caballo”. En Diccionario de los símbolos (pp. 208-217). Barcelona: Herder.
Flaubert, Gustavo (2017). Madame Bovary . México: Austral.
Vargas Llosa, Mario (1995). La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary. México: Bruguera.
Zola, Émile. (2003). Naná. Madrid: Emán.