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Muros y puentes

El escritor y sus mañanas

Raúl Caballero García

Vinieron por unos días, suficientes para recuperarnos. Él deambuló por la casa sin ser distraído de sus cavilaciones. Leyó por las tardes en un sillón de la veranda. Escribió por las mañanas en la biblioteca. Comimos afuera, cada vez nos pusimos al tanto unos de otros, luego volvíamos a casa para usarla con placer.

Con el tono de las confidencias, en la orilla de una mañana, mi amigo me cuenta que ya muy adulto fue motivado a la escritura por un viejo filósofo —del cual no mencionó nombre— quien ofreció una serie de charlas en la bahía de Corpus Christi. Algo completamente extraordinario, me dijo, el tipo compartió con el puñado de asistentes sus divagaciones de turno durante una semana. Se adentraba en la literatura y salía por umbrales de la filosofía o viceversa. Un rollo sin principio ni fin. Imagino que eran sus pensamientos diarios y que alguien le aconsejó compartirlos en “talleres” y así, al tiempo que pensaba en voz alta, ganaba el dinero necesario, me dijo.

Un día mi amigo, luego de la charla del filósofo, se presentó con él y hablaron toda la tarde. Esa vez el viejo le abrió “una casa de palabras con muchas ventanas” y en ella se adentró. En unos días, dice, supo de su capacidad y de la posibilidad de contar cosas, desde las más íntimas hasta las más públicas. Comenzó por hacer fichas, breves comentarios sobre lo que veía: a cada paso de cada día registraba lo vivido. Aprendió a discernir entre palabra y palabra, de significado a significado, y lo fundamental: aprendió a describir con voz propia: a comparar a través de metáforas, de analogías y de ingeniosas parábolas. Fue acostumbrándose poco a poco a retener en la memoria aspectos del día que luego, por la noche o tiempo después, apuntaba explayándose con sus propias interpretaciones.

Pasado el tiempo, me contó, no había día en que no escribiera. Guarda lo que puede ser un diario en una pila de libretas y otra de (“tantas”) hojas sueltas. A la fecha, prosiguió en un grueso bloc tan plural que pronto parecía que se le desdoblaban múltiples personalidades, de mundo en mundo; viaje tras viaje; de la realidad a la imaginación. Desde la barra de un bar en la playa hasta su rincón más personal; de la Bahía a las sinuosidades boscosas del Chipinque (en Monterrey). Publica de cuando en cuando, pero siempre vuelve a la escritura sin destinatarios… y sin embargo si lees cualquier texto de esos, lo sabes abierto a los cuatro vientos.

Va y vuelve en esos vaivenes de la escritura. Cuando acepta publicar lo hace en diversos periódicos, impresos y digitales, por lo que dice se ha visto en un juego de espejos. Lo que decide publicar lo escribe y reescribe una y otra vez, a veces hasta varias veces antes de soltarlo. Por supuesto, parece recién escrito.

Sin embargo, cada vez más, dice, libera al corrector que todo escritor lleva dentro. Así su quehacer, madurado, lo trae a escribir —al primer impulso— una extensa pieza completa, pero horas o días o semanas después trabaja de nuevo sobre ese texto.

Pero los escritos de la primera hora culminan en breves unidades, son frescas referencias y reflexiones que de inmediato aparta, literalmente acabados, para su posible publicación… a cada uno de esos lo llama matinal, van a dar a una cesta sobre el escritorio que dice —imaginariamente— “matinales”. Escribe ficción y no ficción, lo primero le hace sentir una libertad que le divierte; lo segundo lo disfruta de manera más inmediata, más íntima. Se trata de textos casi siempre de media cuartilla o máximo una cuartilla, pero bien colmados, en los que retrata lo cotidiano, el mundo que lo rodea, los temas y asuntos en boga que asume como desafío, como las pantallas en blanco. Siempre crea apuntes en los que se alternan los datos llanos y un cierto brillo erudito que ha llegado a caracterizarlos. Eso yo lo sé.

Muchos de sus apuntes recorren espacios públicos, es decir, esas publicaciones periódicas que son como espejos en los que se sabe descubierto, expuesto. Los crea por lo general durante la mañana, lapso que no atiende ni teléfono ni e-mails ni se asoma a Facebook ni a Twitter ni responde textos.

Escribe o piensa o mata el tiempo. Ocasionalmente cuando llega un momento hondo —con la pantalla en blanco— lee algún poema o un fragmento donde dejó su lectura, o toma del estante el libro que lo imanta en ese instante, lo abre al azar, lee media página y lo cierra. Lo he visto quedarse unos segundos con el libro entre las manos, pensativo, como guardando lo aprehendido antes de darle forma a la nueva idea. Luego puede escribir, dice, o volver a pensar sobre lo que le concierne. Es así como puede volver a propiciar nuevos conocimientos, de los que nacerán textos, relatos (reales o no) que casi siempre decide dejar en el silencio, así nomás… todo eso por la mañana. A veces la mañana es todo el día o toda la noche, según.


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