Una de las mayores impresiones que conservo de mis viajes es la vista que tuve de la ciudad de Monte Albán. Quedé anonadado. Por un momento mi mente quedó en blanco y mis ojos se dejaron inundar, imagen a imagen, por la vista de la ciudad. La emoción me recorre todo el cuerpo cada vez que evoco esa imagen, como en este momento.
Sin duda es algo que llevo en la sangre. Todo lo que se refiere a nuestra cultura prehispánica despierta mis simpatías. Las investigaciones etnográficas, antropológicas, arqueológicas (uno de mis libros favoritos es El pueblo del sol de Alfonso Caso), las obras literarias, por supuesto. Nombro unas cuantas, a manera de ejemplo: El diosero, de Francisco Rojas González, Balún Canán, Ciudad Real, de Rosario Castellanos, “Chac Mool” de Carlos Fuentes…
El estado de Oaxaca me atrae por ser de los lugares de la República que he visitado donde con mayor intensidad percibo el espíritu de nuestro pasado indígena.
De esta manera, mi primera visita a los Guachimontones, en Teuchitlán, Jalisco, y postergada por tantos años, terminó en una grata excursión que me llevó a reafirmar mi amor por nuestras raíces americanas.
Las construcciones que podemos admirar en los Guachimontones (montón de guajes, según algunas fuentes) presentan ciertas peculiaridades con respecto a otras ruinas prehispánicas, en primer lugar la forma circular. También de acuerdo con información de investigaciones que no son muy exhaustivas ni muy añejas (el sitio se comenzó a estudiar hace apenas unos veinte años), los trece peldaños podrían representar los meses lunares, más otros cuatro sobrepuestos que podrían representar los puntos cardinales o las cuatro estaciones, que multiplicados darían las semanas del año, aunque recordemos que 52 son los años que componen el “siglo” (xiuhmolpilli) del calendario azteca.
Repasando las imágenes de la presente galería llama mi atención la manera como la arquitectura se integra al entorno, lo que me hace suponer (lo cual derivo también de mi experiencia por ser descendiente y por haber convivido por muchos años con habitantes de zonas rurales, que conservan aún mucho del carácter y de la forma de ser y estar en el mundo de los indígenas del Occidente de México) la intimidad y la cercanía del hombre de aquella época con la naturaleza. Es lo que quiero pensar, tan enemigo como soy de la deshumanización y el desapego de los años que corren, no solo con el entorno sino también con nuestros semejantes.
Deambular por el sitio (como me ocurrió en Monte Albán, en Cholula, en Mitla, en Teotihuacán… y en general por cualquier terruño mexicano) me transportó en el tiempo. ¿Cuántos más, a lo largo de los milenios, posaron sus plantas sobre ese suelo? ¿Cuántas vidas surgieron y vieron su fin en ese lugar? ¿Cuántas historias de amor y desamor, de odios y amistades, de exploraciones, asombros, de ofrendas a la divinidad, al conocimiento, al arte…? Se trata sin duda de un número infinito de historias íntimas por contar, de existencias que aún susurran las experiencias que algún inspirado artista (narrador, poeta) está obligado a recuperar.