Según el viejo mito que Platón pone en boca de Aristófanes, en el principio de los tiempos había una raza de seres terribles por su fuerza y su poder, los cuales tenían una configuración corporal redondeada: tenían cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro pies y cuatro manos; la espalda y los costados en círculo, una cabeza con dos caras que miraban en direcciones opuestas, y el resto estaba adecuado al caso.
Cuando en su poder e insolencia esta raza se lanzó al ataque contra los dioses, Zeus, después de meditarlo por algún tiempo, ideó un plan para corregir sus malos modos y humillar sus intenciones: como castigo los cortó por la mitad. Desde entonces, cada criatura humana, como resultado de esa mutilación, busca interminablemente su otra mitad (de aquí surge la cursi idea de la media naranja).
Y esta es la índole del amor: reunir nuestros “yos” seccionados, para hacer uno de dos y cicatrizar la antigua herida del ser humano. “Y si no obedecemos a los dioses corremos el peligro de volver a ser escindidos una vez más”, advierte Aristófanes en la conclusión de su obra Las Nubes.
Recuerdo que mi mamá me contaba que en el origen del mundo Dios hizo a Eva a partir de una de las costillas de Adán para que la mujer fuera su compañera. Pero considero que a lo largo de la historia el hombre nunca ha visto a la mujer como a una compañera; como a un elemento de su misma naturaleza; como a un componente más de la sociedad; como a una criatura humana. Y es que desde hace siglos, para los hombres la mujer solamente ha sido un objeto decorativo, un instrumento sexual, una esclava, una mercancía, un mito.
La escritora y filósofa mexicana Rosario Castellanos, en su obra Mujer que sabe latín decía que “el mito implica siempre un sujeto que proyecta sus esperanzas y sus temores hacia otro ser que lo trasciende”. Y yo creo que por tal razón el hombre ha convertido a la mujer en un simple recipiente para sus estados de ánimo, para sus emociones y sus frustraciones, y por eso la ha colocado más allá de todo lo que la mujer realmente es o puede llegar a ser.
Pienso que, en este proceso, en ocasiones el hombre niega todas las capacidades de la mujer solo para cubrirse o disimular sus propias limitaciones, para justificar su vida opaca y sus fracasos. Creo que, en estos casos, el hombre considera que la mujer es la culpable directa de todos sus fracasos, que ella es lo que le impide ser libre y feliz. Y así es como la mujer se convierte en la culpable de todos sus males, aunque nunca deja de considerarla como el oscuro objeto de todos sus deseos.
Tal vez por eso, cuando en El cantar de los cantares el rey Salomón, que se supone ha sido el rey más sabio que ha existido sobre la Tierra, habla de la mujer solo se refiere a ella en los siguientes términos: “Tu ombligo, como una taza de luna que está vacía. Tu vientre, como un montón de trigo, cercado de violetas. Los dos pechos tuyos, como dos cabritos mellizos”. Estos versos solamente nos confirman la vieja teoría de que para el hombre una mujer desnuda es el espectáculo más hermoso que podrá ver jamás.
Así las cosas, el creador y espectador del mito ya no ve en la mujer a un ser de carne y hueso, con ciertas características biológicas, fisiológicos y psicológicas parecidas a las de él, mucho menos percibe en ella las cualidades de una persona que se le parece en dignidad y aptitudes, aunque sea diferente a él en cuanto al físico y a la fuerza.
Y es que, digan lo que digan, para los hombres el cuerpo femenino es lo más estético que existe en el planeta, no en vano a lo largo de la historia lo han recreado de múltiples maneras no solo en las estatuas y en la pintura, sino también en forma de aldabas, de lámparas, de pisapapeles, de tazas, de plumas, etcétera. En realidad, para los hombres una mujer desnuda está en todas partes.
Por desgracia, a pesar de su desnudez y de su obsesión por ella, el hombre sigue viendo a la mujer como si fuera un mueble. El cuerpo femenino sigue siendo solo una mercancía más en el comercio de la carne. Y es que la mujer está presente desde la sedosa envoltura de una cajetilla de cigarros hasta las curvas de la parte trasera de un auto. El cuerpo femenino es solo una obra maestra del diseño mercantil que sirve para convencer al hombre para procrear seres igual a él generación tras generación, aunque muchas veces algunas mujeres inciten y gocen esta situación. El Facebook y otras redes sociales están llenas de ejemplos.
En su libro El arte de amar, Erich Fromm afirma que toda nuestra cultura contemporánea, sobre todo la occidental, está basada en el deseo de comprar, en el consumismo, en la idea de un intercambio mutuamente favorable. Dice que incluso las mismas personas hemos llegado a convertirnos en una simple mercancía, ya que la mayoría de la gente está acostumbrada a ver a los demás como a un simple artículo que se contempla en las vidrieras de un supermercado. Incluso, Fromm menciona que el mismo matrimonio se ve como un gran negocio. De esta manera, un hombre o una mujer atractivos son el justo premio que se quiere conseguir.
Yo pienso que en gran medida Erich Fromm tiene razón, ya que en estos días la mayoría de la gente solo valora a los demás por lo que tienen y no por lo que son. O como decía mi abuela: “Como te ven te tratan. O lo que es lo mismo, dime cuánto tienes y te diré cuánto vales”. Es decir, casi nadie se preocupa por conocer el interior, los sentimientos, las emociones, los problemas de los demás. No, actualmente parece que nada de eso importa, tal parece que en la actualidad lo único que tiene valor es lo económico, lo material. Tal vez por eso cuando conocemos a una persona casi siempre nuestras primeras preguntas tienen relación con los números o lo material: ¿Cuántos años tienes?, ¿en dónde vives?, ¿en qué año vas?, ¿cuánto ganas?, etcétera. En vez de preguntarle simplemente: ¿te gustan las mariposas?
Y es que por desgracia en sociedades como la nuestra, consumistas en exceso, donde todo se comercia, en las cuales todo y todos tenemos un precio, ya hasta las relaciones personales han adquirido el carácter de mercancía, entre ellas los sentimientos y el cuerpo de las mujeres.
Actualmente la mayoría de los hombres, sobre todo los jóvenes, piensan en conquistar no a la mujer que sea más noble, más bondadosa, más tierna, inteligente y cariñosa, sino a la que está más bonita, a la que tenga mejor cuerpo, a la que está dispuesta a acostarse con ellos. Es decir, en la actualidad los chavos solamente ven a la mujer como un objeto decorativo, un objeto de consumo. A los jóvenes no les interesa la mujer que tenga más valores morales o espirituales, sino que buscan a aquella niña que puedan presumir ante los demás, a aquella que pueda darles más prestigio ante sus amigos y su medio. Esa es la meta de la mayoría de los hombres de nuestro tiempo.
Y es que si bien es cierto que la principal ventaja de las mujeres radica en la estética de su cuerpo, en su atractivo físico, también es verdad que la principal desventaja política y social está en su debilidad, si la comparamos con el cuerpo masculino.
Tal vez haya algunas feministas lo suficientemente apasionadas como para rebatir esto, pero esta verdad es elemental: indudablemente las mujeres son físicamente diferentes al hombre en cuanto a fortaleza. Cualquier mujer a la que un hombre haya torcido la muñeca reconoce que esta es una realidad tan humillante como natural, como lo es un ciclón ante una frágil rama. La debilidad física y las crueldades que de ella resultan son verdad, pero no toda la verdad. Y desde el punto de vista filosófico, esto ni siquiera es una verdad fundamental.
Creo que el paradójico carácter contradictorio de las actitudes masculinas hacia las mujeres y su cuerpo –los impulsos para exaltarla y envilecerla, para servirla y esclavizarla, para verla como virgen o prostituta– se remontan a algún punto de origen en donde las emociones todavía no se diferencian y la energía no tiene una dirección definida.
Me parece que desde el punto de vista masculino el acto sexual solo es una paradoja, una transformación de sus arremetidas de placer, un golpe que recibe con alegría. Y naturalmente las mujeres sienten una gran impotencia al verse convertidas en un simple objeto para satisfacer los deseos del hombre, aunque nosotros nos las imaginemos como vírgenes o demonios, como santas o rameras, como diosas o vampiros.
Pienso que sin querer, y solo por breves lapsos de distracción o de saciedad, los hombres sí hemos visto al cuerpo femenino como algo muy parecido a nosotros, sin tomar en cuenta el rol sexual. Es decir, solamente por breves momentos hemos visto el cuerpo de la mujer como un ser con las mismas capacidades de locomoción y de pensamiento que la del cuerpo masculino. Supongo que para algunos hombres ha de ser difícil y desalentador ver a una mujer desnuda y considerarla su igual, solo que más pequeña y delicada; sin barba pero idéntica a ellos.
¿Por qué los hombres no podemos ver a las mujeres como seres biológicos iguales a nosotros, situadas al mismo nivel? ¿Por qué los hombres no hemos aprendido a verlas como seres humanos con los mismos derechos y obligaciones que tenemos nosotros? ¿Por qué no comprendemos que las mujeres son entidades con mentes y pensamientos propios? Mi esperanza es que ahora que hemos entrado al tercer milenio, los hombres por fin aprendamos a ver a las mujeres como nuestros iguales y que por fin se dé la equidad de géneros.
La igualdad de género es un principio constitucional que estipula que hombres y mujeres son iguales ante la ley, lo que significa que todas las personas, sin distingo alguno, tenemos los mismos derechos y deberes frente al Estado y la sociedad en su conjunto.
Sabemos bien que no basta decretar la igualdad en la ley si en la realidad no es un hecho. Para que así lo sea, la igualdad debe traducirse en oportunidades reales y efectivas para ir a la escuela, acceder a un trabajo, a servicios de salud y seguridad social; competir por puestos o cargos de representación popular; gozar de libertades para elegir pareja, conformar una familia y participar en los asuntos de nuestras comunidades, organizaciones y partidos políticos.
El reconocimiento de la igualdad de género ha sido una conquista histórica de las mujeres. Hace 250 años plantearse la igualdad de derechos era un fenómeno inconcebible, ya que se consideraba que las mujeres eran naturalmente diferentes e inferiores a los hombres.
Inclusive la Revolución Francesa, que fue emblemática de los ideales de libertad e igualdad, desconoció este derecho para las mujeres. En su lugar se estableció, como parte de las normas de la sociedad y la familia, la obligación de las mujeres de obedecer la autoridad de los hombres, plasmada en el Código Napoleónico de 1804.
Los gobiernos del mundo inician el reconocimiento de la igualdad entre mujeres y hombres como un derecho a inicios del siglo XX, cuando se reconoció que las mujeres gozaban del mismo estatus jurídico para participar en la vida pública, tanto en cargos de elección popular como en la economía y el trabajo.
Un hecho relevante de este reconocimiento fue la aprobación en 1979 de la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación (CEDAW, por sus siglas en inglés) porque sintetiza el conjunto de derechos que los Estados deben garantizar a las mujeres en materia civil, política, económica y social.
El Estado mexicano ratificó la CEDAW en 1981, suscribiendo el compromiso mundial para combatir las desigualdades existentes entre mujeres y hombres.
Equidad de género significa que las mujeres y los hombres gozan no solo de igualdad jurídica, sino también de condiciones iguales en el ejercicio pleno de sus derechos humanos, en su posibilidad de contribuir al desarrollo nacional político, económico social y cultural y de beneficiarse de sus resultados.
En este sentido, la equidad de género se encamina principalmente a brindar oportunidades justas a mujeres y hombres, atendiendo principalmente la idea de que mujeres y hombres son distintos, por lo que estas oportunidades serán de acuerdo a las características, contextos y necesidades específicas en donde se encuentren y que posean, desde los diversos ámbitos en los que interactúan, por ejemplo en el laboral, educativo, de la salud, el económico, cultural y social en general.
Hablar de equidad de género implica la participación de todos en la práctica y como una forma de vida, más allá de la cuestión teórica, con el fin de poder impactar verdaderamente en la sociedad y propiciar pequeños cambios pero significativos, que impliquen un compromiso de la sociedad que se vea reflejado día a día en la práctica para propiciar una participación equitativa de hombres y mujeres en todos los ámbitos de desarrollo personal y comunitario.
Es necesario abordar no solo la igualdad jurídica sino también la equidad entre los géneros, así como la solidaridad para la convivencia, la empatía, la dignidad, el respeto y la libertad.
Llegar a la equidad de género no es tarea fácil, ya que requiere cambios tanto en las prácticas institucionales como en las relaciones sociales que, hoy en día, legitiman y hacen más fuertes y marcadas las disparidades de género. Es por ello que entre más hagamos uso de la equidad de género en nuestras prácticas, en el lenguaje, en la educación, el ámbito laboral, en la política, es decir, mientras más veamos la equidad de género como una forma o un hábito de vida, se propiciarán relaciones más sanas, donde no esté presente la violencia física, psicológica o sexual entre hombres y mujeres.
Para que la equidad de género sea una realidad es importante tener presente que no basta con las leyes y la acción de los gobiernos. Los ciudadanos también debemos activarnos mediante la apropiación de los derechos y la capacidad para hacerlos valer. Y tú, ¿qué estás haciendo para erradicar la discriminación sexista provocada por el machismo y el hembrismo?
El machismo es una expresión derivada de la palabra macho. Se define en el Diccionario de la Lengua Española de la RAE como la “actitud de prepotencia de los varones respecto a las mujeres”. En cambio el hembrismo es un neologismo en español usado para referirse a la misandria o desprecio a los hombres por parte de las mujeres.
En este ensayo acerca de la mujer y la equidad de género también me gustaría hablar sobre el rol de la maternidad, pero como decía la nana Goya: “Esa es otra historia”.
Julio Alberto Valtierra
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