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In memoriam

Luis Rico Chávez

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar
Inevitable, la cita de Manrique

Los periodos vacacionales resultan fatales para el gremio magisterial. Y lo digo en sentido literal. Cada inicio de semestre nos recibe la triste noticia del fallecimiento de algún colega, en ocasiones alguien que trabajaba en el turno contrario, y con quien por lo tanto había poco o nulo trato, otras de un compañero ocasional a quien nos encontrábamos en los pasillos y cuya relación no iba más allá del intercambio de un cordial saludo o algunas amables palabras de circunstancias. Y unas más de un amigo cercano, con quien coincidíamos en gustos y fobias, con quien de vez en cuando compartíamos fiestas y paseos. De cualquier manera, la solidaridad gremial convierte estos decesos en momentos dolorosos, enturbia el trasiego cotidiano de la vida y del trabajo y pone en el corazón la amarga conciencia de la fugacidad de la vida.

Con los matices que colorean, enriquece y vuelven única la labor magisterial, el trabajo docente es similar, en sus trazos generales, al resto de los oficios que en el mundo han sido y serán. Como en la huerta, en la escuela uno convive con profesores para todos los gustos.

Aquellos que solo viven para su trabajo (de nuevo, la frase es literal) y que, tras su jubilación, regresan a la institución (al igual que el burro que no olvida la querencia) como si siguieran cumpliendo sus horarios de toda la vida. Y les ocurre como a uno de los personajes de la película The Shawshank Redemption, que a la semana de jubilados deciden, motu proprio, abandonar este valle de lágrimas, porque nunca aprendieron a vivir de otra manera.

Aquellos apasionados que cumplen, y no nada más porque no tuvieron otra opción en la vida, y se entregan de tiempo completo, preparándose, actualizándose, preocupados e interesados por el aprovechamiento de sus pupilos, esforzándose por transmitir no solo conocimientos sino también valores, por mostrar que la educación no se agota en sí misma sino que trasciende a las situaciones cotidianas que se enfrentan en la vida.

Los amargados, negativos y pesimistas que, no conformes con tener una mente envenenada, se esmeran por dispersar su ponzoña no solo entre sus colegas sino también entre sus sufridos alumnos, como la hidra de Lerna, y sin un Heracles que cercene sus cabezas y los aparte de los recintos educativos.

Los vividores, personajes nefastos que medran con la poca dignidad que en ocasiones se pasea por los pasillos de las escuelas, que siembran intrigas, mentiras, disensiones, con el único y egoísta fin de llevar agua a su molino, de obtener los mayores beneficios y cuya conducta se define por el menosprecio hacia sus iguales y una actitud servil y de lambisconería hacia los Jefazos (de quienes es mejor no hablar).

Los que, a diferencia de los apasionados, la única opción que les dio la vida (o que tomaron de ella) fue la de dedicarse a la docencia, y viven esperando el timbre de salida, retardan lo más posible el ingreso al aula, cuentan los días que faltan para el fin de semana, de quincena, de semestre… y suspiran contando los años que les faltan para su jubilación. Su máxima es la del menor esfuerzo posible, y su mayor felicidad las suspensiones de clases.

Y la lista sigue.

Pero como a los santitos, a todos nos llega nuestra fiestecita, es decir, como nunca se descubrió el elíxir de la inmortalidad, en algún momento nuestros colegas recibirán la noticia de nuestro deceso, y como se menciona desde la Antigüedad, la muerte democrática nos hace iguales a todos: los que solo viven para su trabajo, los apasionados, los amargados, los pesimistas y los que son profes porque no tuvieron de otra.

¿Qué pasa después? No le busquen a esta pregunta connotaciones filosóficas o escatológicas; mi discurso se encamina a cuestiones pedestres y mundanas: ¿cómo reaccionamos al recibir la noticia del fallecimiento de un colega? ¿Cómo reaccionan quienes fueron sus alumnos, si acaso se enteran del suceso?

Deambulo por los pasillos de mi Benemérita Preparatoria y me encuentro con placas alusivas: “Laboratorio Fulano de Tal”, “Auditorio Perengano de X”, “Aula Zutano de Y”, “In memoriam…” y sigue un nombre que no me remite a ningún rostro, es decir, de un sujeto para mí anónimo, y sin duda para los miles de ojos que, al paso de los años, distraídamente y por accidente se encuentran con la susodicha placa. Si acaso, alguno de los decanos (reacios a jubilarse pese a que lustros atrás debió haber cumplido con ese requisito que es sin duda una acto de justicia sobre todo para los alumnos que aún deben soportarlo), con voz achacosa y apenas audible (y por no sé qué milagros de ciertas divinidades memoriosas) evoca las parrandas y las mujeres que compartieron.

¿Queda pues, el profesor en la memoria de sus colegas, de sus alumnos? Parece que a final de cuentas solo somos dignos de una esquela en la Gaceta Universitaria, si acaso fuimos miembros activos del sindicato. Un comentario lacónico, un pensamiento de “ah, sí, el profe que…” La familia sufre, sin duda (ojalá que las maldades que sufrimos del amargado no la hayan padecido sus seres queridos, aunque algo me lleva a sospechar que también debieron soportarlas), y quienes fuimos amigos cercanos también. Y su memoria perdurará en nosotros también. Por un tiempo. Inevitablemente, nos toca en suerte el destino del poema de Góngora: nos transformamos en polvo, en sombra, en nada.

Mientras tanto, vayan estas palabras para los profesores que nos han precedido en este camino inevitable. Permanecen en nuestra memoria y en nuestros corazones.


Jumb11

Prácticas de laboratorio

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Reflexión docente

Juan Castañeda Jiménez


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Educar para la vida

Ortega | Núñez