Juan Felipe Cobián

Algunas sospechas sobre la educación actual en el bachillerato

De vez en cuando me pregunto si la escuela sirve para algo. Como escribió Jorge Ibargüengoitia, ocupa un lugar destacado en las frustraciones de todo el mundo, bien porque quien estudió no aprovechó o porque quien quiso no pudo estudiar. El resto del tiempo voy por la vida convencido de que entrar a un aula varias veces por semana o realizar actividades de aprendizaje desde casa nos ayudan a desarrollar nuestra inteligencia, mejorar las habilidades comunicativas, conocer el mundo y lidiar con él. Trato de aplicar, con más gusto que destreza, el trabajo colaborativo, la autonomía del alumno y la participación activa de los bachilleres en el proceso de construcción y evaluación de su aprendizaje.

Pero hay algo que no me convence. Escucho un triqui-triqui, indicio de que es necesario algún arreglo. Mi experiencia de algunos años como profesor de bachilleres, asesor pedagógico en el diseño de cursos en línea y ocasional formador de otros docentes me ha llevado a nutrir algunas sospechas sobre las deficiencias de la educación que a continuación comparto.

El medio sigue siendo el principal mensaje

Veo que en el proceso de la comunicación dentro del aula, gracias a los recientes cambios en la EMS,  se fomenta la diversificación de los canales, con el uso de tecnologías como las redes sociales, las proyecciones audiovisuales y herramientas de la web 2.0. No tengo queja al respecto. Veo con agrado que se ha trabajado en perfeccionar los códigos para atender distintos estilos de aprendizaje y facilitar así la adquisición de saberes declarativos, procedimentales y actitudinales. Pero el mensaje, ése que se construye en el aula gracias a la interacción de los alumnos entre sí, con el docente y con los recursos didácticos,  ha sido descuidado.

Para ayudar a los alumnos a construir significados habría que tener claro el contexto desde el cual se construyen.

Habría que saber —descubrir, mejor dicho— ¿qué somos? Es decir, ¿cuál es la verdadera mística de nuestra institución? ¿Será el compromiso social? ¿Es la generación de indicadores de eficiencia? ¿O la fabricación de empleados modelo, titulares y suplentes, para las empresas?

 

Lo nuestro, lo nuestro es el hemisferio izquierdo

Se sabe que nuestro cerebro tiene dos hemisferios y que cada uno cumple con una función determinada. Mientras el izquierdo organiza la información paso a paso, coordina el lenguaje, el habla, los cálculos y el análisis; el derecho se encarga de generar la chispa para la creatividad, los colores, la imaginación, la síntesis.

Creo que en la educación actual los profesores partimos de una estructura pedagógica exageradamente predeterminada por el hemisferio izquierdo. Gracias a recientes propuestas interinstitucionales no le falta lógica, orden y razón a nuestras planeaciones, pero ¿cómo andamos de imaginación en nuestras clases? ¿Promovemos la creatividad, el pensamiento divergente, la creación, el caos fértil? En fin, todas esas cosas que escapan a los indicadores, que no figuran en las primeras páginas de ningún informe pero que nos humanizan, nos emocionan y nos confrontan con nosotros mismos.

Sospecho que estamos olvidando conceptos como pensamiento crítico, transformación, ingenio, talento, experimentación, valor artístico. En nuestro reciente afán de medir y cuantificar, ¿no despreciamos ideas que se escapan a los indicadores, pero que forman parte de la esencia del ser humano? La mitad del encéfalo, la mitad de nuestra esencia.

Apreciar el arte nos puede ayudar a entender al otro. E. H. Gombrich, gran historiador del arte y la cultura, decía que lo que más nos aleja del goce de una obra artística es la renuencia a despojarnos de costumbres y prejuicios. Lo mismo que  enturbia la armonía social, parte medular de ese aprender a convivir que es el tercer pilar de la educación según la UNESCO.


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