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Leyenda

María Teresa Figueroa Damián

Las paredes tienen una cubierta verde y algodonosa. En cada pisada se levantan finas nubes de polvo, escucho el sonido de mi pulso mientras recorro esta casa que hasta hace poco cubrió risas y juegos. Entonces los aromas eran galletas y ensalada de manzana, a veces pan quemado por el acierto-error de mi prima María. Aire tibio de azahares y magnolias. A través del marco sin madera ni vidrios, veo aquellos árboles agotados debajo de las enredaderas parásitas y las hiedras agigantadas. ¿Qué fue de la primavera perenne de la infancia?

La muerte de Papá Felipe y Mamá Chabela, lógica y triste; la ausencia de mis padres y mis tíos, no por esperada menos dolorosa. Pero ¿y los pasteles de María? ¿Qué de las canciones de Luis y Pedro que tocaban el círculo de sol en la guitarra para repetir una y otra vez “Te quiero, ¡ay! Mi linda muñequita”? ¿Dónde las interminables carreras y persecuciones: “tú la traes”, “encantado”?

La casa es un cartón agrietado y polvoso. La tienda, el taller en que se repararon todas las bicicletas del pueblo, las habitaciones amplias con la huella de aquellas fotografías amarillentas: perplejidad del instante de cuando pasó por el pueblo algún fotógrafo que registró señores solemnes sentados en un equipal con una señora enrebozada de pie a su lado.

Entre telarañas o entre sueños veo las camas con dosel para los mosquiteros. Mi imagen se replica, también agrietada y polvosa, en los múltiples espejos que cierran roperos de madera. Acuden vaharadas de naftalina y alcanfor de los cajones.

Mala suerte esta herencia, esta posesión de ruinas y de desgracias. Nadie citó mi nombre en el testamento de los mayores. Me tocó, como me tocó enterrar a mi prima, a Saúl mi hermano. Como me tocó deambular por separos policiacos y hospitales en busca de la voz apagada de Luis y Pedro.

Hay un rumor interminable de polilla, que solo respetó los roperos de la abuela. De las puertas quedan cascarones agujerados, montoncitos de aserrín en los rincones. Mi saliva se espesa en un olor a naranja agria.

Hubo un cuarto al fondo, prohibido y oscuro ya desde entonces. La fragua le decían, fue el lugar de trabajo del abuelo de mi abuelo, el que llegó a fundar el pueblo y que según decían dejó un tesoro y una maldición enterrados en ese sitio. Hablaban de tiempos áridos, de levantamientos violentos, pareces pronunciado decían, en referencia a aquellos días de congoja y desasosiego. Fue como una anticipación al tiempo nuestro. No el de entonces, el de las escondidas y la roña, sino el de hoy, el de los desaparecidos, los mutilados, los mensajes en el cuerpo de los muertos y no quiero pensar en eso. Tal vez nunca ha habido tiempos buenos. Bueno fue no saber, no darse cuenta, creer que el mundo era sol y galletas.

Soy la última de la familia y tengo obligación de reclamar esta finca sin dueños, los roperos claudicantes, los espejos empañados, la fruta que lleva años transformándose en lodo. ¿Será esta la maldición de que nos hablaron? Según contaban entonces no debíamos entrar a la fragua, el tesoro estaba destinado a quien el espíritu del mítico bisabuelo señalara, si alguien lo codiciaba perdería cuerpo y alma y pobres de ustedes si tratan de levantar la tranca que clausura ese cuarto. No pregunten chamacos, a ustedes qué les importa, vayan a ver si ya puso la puerca.

Hace un año renuncié a buscar a Luis y a Pedro. No hay acta de defunción, sus esposas se fueron del país, no hubo finiquito por parte del periódico. “Estaban trabajando en un reportaje y desaparecieron” fue la conclusión del Ministerio Público y entendí que nadie volvería a hablar de ellos, ni habría lágrimas en un funeral o espera de su regreso. Aun así, fui aplazando visitar esta casa, la que fue heredada por ellos, junto con los dos relojes: el de leontina para Luis y el que decían pomposamente con áncora de diamantes, para Pedro. Magro patrimonio de los primogénitos, los demás no recibimos cosa alguna y a nadie le pareció despojo, ni falta de equidad, sino cotidianeidad de familia sin caudales.

Además estaba lo de la maldición y el tesoro. En nuestro corazón a todos los primos nos asustó la primera y deseamos ser los escogidos para recibir el otro. Se repitió tanto aquello de que si codiciabas el llamado entierro tendrías lenta y dolorosa muerte y la gota fría bajaba por la espalda. ¿Qué cosa enterraría en la fragua el abuelo? Oro, seguramente. ¿Ha habido otra cosa en el mundo que provoque tanta codicia y tanta muerte?

Más de alguna vez Mari, Saúl, Pedro, Luis y yo juntamos fuerza para mover la tranca de la puerta prohibida, nos asomamos al encierro y la oscuridad llena de miedo. El asombro de la nada, de que no corriera una rata o saltara un fantasma y el terror del estruendo de la tranca que se deslizó sin causa. Después solo el corazón saltando en el pecho y las risas y tú que te measte del susto.

La tranca no es tan pesada como la recuerdo, está algo fuera de lugar, como si alguien hubiera tratado de moverla sin éxito. Me cubro la boca porque intuyo el hedor de cincuenta años sin ventilación, pero no el golpe de esta pestilencia, este reptar de baba sobre mi cuerpo. Enciendo la lámpara. Un grito me atraviesa el cuerpo, salió de mi boca. No puedo entender este vacío telarañoso, los dos esqueletos abrazados en los que se distinguen los pantalones de mezclilla harapienta y al lado de pico y pala, excavahoyos y otras herramientas, dos relojes: uno de leontina y otro de los que pomposamente llamaban de áncora de diamantes.

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