A Felipe Cazals lo conocí allá por 1985, en las mismas circunstancias en que la mayoría lo conocimos: sentado en la butaca de una sala oscura. La película que vi entonces fue Canoa (1975). Después, no recuerdo en qué fechas, tuve oportunidad de nuevos acercamientos: El apando (1975), Las Poquianchis (1976), y algunas otras que sólo después supe que eran suyas. Y digo lo conocí porque conocer la obra es conocer al creador. Particularmente de Canoa me impresionó el valor para tratar un tema que hasta entonces sólo conocía por vagas referencias. Y más me impresionó una violencia de la que somos víctimas, pero que siempre permanece oculta para quienes pasamos la vida montados en una nube de bonanza económica y paz social. Ni en la escuela, ni en los periódicos se hablaba de lo que ocurrió en México en 1968. ¿Ése es el país que habito? Una nueva realidad sacudía mi mundo idílico, ensombrecido entonces exclusivamente por las banalidades egoístas que en esos años adolescentes me inventaba como graves problemas existenciales. Y la impresión se ahondó con el resto de sus películas. Todas conformaron una peculiar manera de ver la realidad que me inquietó y me llenó de curiosidad. Como hago con artistas cuya obra me impresiona, empecé a interrogarme sobre ciertos detalles no sólo artísticos, sino personales que creo me ayudarán a valorar mejor su trabajo. Nada más que las interrogantes la mayoría de las veces quedan en respuestas hipotéticas, formadas en mi imaginación en diálogo ficticio con el creador.
Aquella tarde de 1985 no pasó por mi cabeza la idea de que pudiera dirigirle personalmente estas preguntas al director de Canoa y, mucho menos, que sus respuestas serían reales, y no mero devaneo de mi imaginación. Reproduzco, a continuación, parte de un cuestionario que entregué a Felipe Cazals, quien con una atención y una deferencia impagables, tuvo la cortesía de hacerme llegar. Muchas de las dudas de entonces (de 1985) quedaron aclaradas, pero otras más se plantearon. Tengo la esperanza de que se presente una segunda oportunidad para profundizar aún más en el pensamiento, en los gustos y en las fobias de este director de tan reconocida trayectoria en el cine mexicano. Falta, asimismo, reproducir la plática informal que sostuvimos antes de que abandonara nuestra ciudad, y en la que mostró una amabilidad y una calidad humana que aprecio profundamente y que siempre le agradeceré. Estoy, entonces, en deuda con Felipe Cazals Siena.
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Luis Rico Chávez: Cuando comenzó a dirigir, los protagonistas de las películas de entonces eran luchadores o personajes de revistas (Chanoc y Kalimán); las temáticas exaltaban al charro y las frívolas diversiones de los adolescentes, y ya se prefiguraban las ficheras y los narcos en el centro del escenario, o más bien, de la pantalla. ¿Qué retos y qué obstáculos representaron para Felipe Cazals trabajar en este contexto?
Felipe Cazals: Cuando pude iniciar mis primeros (dos) largometrajes independientes, en efecto, abundaba el género de “los luchadores” —casi cuarenta películas por año— en el deslumbrante firmamento nacional. Se trataba de una órbita cerrada, de un obvio detritus industrial, orquestado por infraproductores y realizado en forma consternante por un número intercambiable de realizadores adocenados y rutinarios, entre ellos recuerdo al “Pichirilo” (Federico) Curiel, a Alfredo B. Crevenna, a (José) Díaz Morales, etc.
Esta esfera de producción no necesitaba de nuestra aportación, y nosotros no teníamos ningún interés en participar en su basurero. Continuábamos por el camino del cine independiente. Tiempo después (as usual) el cine de los luchadores quedó registrado como una aportación más al esfuerzo por cretinizar al público mexicano (no existe curioso alguno del género que lo pueda rescatar de su infamia) y nuestro cine independiente o piraña —todavía ignorado hoy en día por la gran mayoría de los espectadores— nos procuró un espacio (raquítico) significativo en la crítica nacional.
LRCh: Documentales sobre Alfonso Reyes y León Felipe, El apando de José Revueltas, Las Poquianchis, que aborda un tema que aparece también en una novela de Jorge Ibargüengoitia… ¿Qué relación establece o sostiene Felipe Cazals con los escritores?
FC: Los “pequeñísimos” cortometrajes titulados ¡Que se callen! (León Felipe), El sortilegio irónico (Leonora Carrington), Mariana Alcoforado (la monja portuguesa) y Alfonso Reyes fueron realizados con entera libertad y cero pesos… Todo ello para un programa de televisión intitulado La hora de Bellas Artes, bajo la producción de Manuel Michel, crítico de cine y malogrado cineasta, autor de Patsy mi amor (1968) y maniático incorregible del cine francés de la nouvelle vague.
En los casos de El apando y Las Poquianchis debe quedar claro que la adaptación para el cine es de José Agustín en el primer caso, y de Tomás Pérez Turrent con la colaboración de Xavier Robles, para la segunda. A mi modo de ver las cosas, la relación entre el director y el autor no debe rebasar el límite del respeto por el contenido del texto del primero. El intento de colaboración entre ambos para la redacción de un guión cinematográfico con base en el texto original, resulta desfigurado y nefasto (la regla confirma las excepciones). La concreción del proceder cinematográfico mal se entiende con la arbitrariedad de la sugerencia literaria. Todavía no ha quedado claro que un magnífico novelista, un inspirado poeta, o inclusive un espléndido periodista, no garantizan jamás la calidad de un guión de cine, y mucho menos el resultado de una película. Mi amistad personal y duradera con Pepe Revueltas, Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Gabriel García Márquez, me ha puesto al abrigo de repetir errores del pasado. Prefiero colaborar con adaptadores, incluyéndome en la labor, sobre la obra de un tercero, de modo que pueda tener la indispensable y necesaria distancia entre el texto y mi propia intención cinematográfica. Con el paso de los años advierto que ni la historia, ni la anécdota, ni tampoco la estructura del relato, son los ingredientes que me seducen para pensar en la realización de una película futura. Es la materia literaria y moldeable a mi propio estilo lo que, acaso, determina la opción. Es sin duda el estilo del relator cinematográfico lo que hace significativa una película; y bajo esta premisa —escandalosamente presuntuosa— quiero recalcar lo que ya se sabe de sobra: es el director, el autor. En concordancia con ello, y sólo bajo el signo inalienable de mi estilo de relatar, entreveo en el texto/pretexto la hipotética película a realizarse, que no a retratarse. Cosa muy diferente.
LRCh: Sus primeros trabajos cinematográficos son documentales. ¿Es casualidad o de alguna manera ello lo conduce a realizar un cine que podríamos calificar como testimonial?
FC: Los primeros cortometrajes son como las primeras citas de amor. No se sabe muy bien en dónde van a terminar las cosas. Por otra parte, no necesariamente determinan ni el estilo ni tampoco la afinidad. Sólo satisfacen las ansias del novillero. Probablemente (y a pesar de) la filmación, el documental incluye de modo inevitable la realidad, y ésta transgrede las imágenes capturadas. La codificación y la dosificación de esta presencia real e inmiscuida, en el documental y dentro del montaje final, sin duda orienta a su autor/responsable para recorrer un camino de expresión. En mi trabajo personal, las primeras citas de amor me condujeron al conocimiento de que la belleza reside en que cuando dos se gustan y se aman, no dejan nunca de ser uno y otra. La realidad persiste.