Ungenach
Robert Menasse
(Versión del alemán de Gonzalo Vélez)
Ungenach, en Alta Austria, es una de esas pequeñas localidades cuyo número de habitantes suele proporcionarse en “almas”. La homepage de Ungenach (“powered by Raiffeisen Bank”) registró “unmiltrescientosytreintún almas” el 22 de abril de 2000. La madrugada del 23 de abril falleció la vieja María Klimek —y pronto tuvo lugar una discusión en el concejo municipal sobre si después del deceso de una persona, o sea tras la liberación de su alma, se pudiera corregir en consecuencia la homepage para indicar que Ungenach contaba ahora con un alma menos. Este debate (de extraordinaria profundidad teológico-filosófica) desembocó en la determinación pragmática de en lo futuro señalar en la homepage a los vivos como “habitantes” y a los difuntos como “almas”. El motivo fue algo que contó el hijo de María Klimek, Peter, quien había llegado de Londres para organizar el sepelio de su madre y para poner en orden los asuntos de la herencia.
De niño, Peter Klimek iba de casa en casa con un carrito de mano recolectando botellas vacías para cobrar el importe en el Kreissler. El párroco de Ungenach se había fijado en el dócil y talentoso muchacho, que a sus nueve años no sólo dominaba la misa en latín, sino también las plegarias “in hora mortis”, y colocó su recomendación en manos de los hermanos del seminario de Admont, quienes se preocuparon de que pudiera cursar la preparatoria en Salzburgo como pupilo del internado de los misioneros del Corazón de Jesús, y después, mediante una beca de la diócesis, ir a la universidad. Con un doctorado en economía entró al banco Raiffeisen, fue promovido a Londres, el sitio financiero más peligroso del mundo, donde él, al principio sin llamar la atención, luego bajo los reflectores del Financial Times, incrementó parsimoniosamente las operaciones del Raiffeisen Bank (de Peter Klimek es la famosa frase: “¡Las acciones son básicamente botellas vacías!”). Luego fue incitado por un puesto en otra parte, y finalmente llegó a CEO, presidente del consejo de administración, del banco de inversiones “Freeman & Saxon Financials”.
Cuando fue hecho del conocimiento de la muerte de su madre, voló de inmediato a Austria, llegó de noche a Ungenach, se bebió en la cocina de la casa de su madre una botella de vino, y esperó pacientemente a que le llegara un —como él lo llamaba para sí mismo— “sentimiento verdadero”. Luto. No podía acordarse de alguna vez haber guardado luto. Cuando la chica Wiesmaier, Elfi, después del primer beso, lo había mandado a volar —básicamente una suerte. De no haber sido así, se hubiera quedado de algún modo enganchado en Ungenach. Salzburgo, la separación del hogar: nunca tuvo nostalgia de casa, nunca vertió una lágrima. Básicamente una suerte: fue la separación de un padre brutal, alcohólico enfermo —y de una madre a la que despreciaba, porque siempre soportó con mansedumbre la mano dura del padre, que la golpeaba a cada rato. La muerte del padre —un alivio. La muerte de su mejor amigo, Thomas —no hubo luto. La enfermedad había durado mucho. ¡La absurda lucha por la vida! ¡Él, Peter, hubiera depurado el problema más pronto!
Y sin embargo, de pronto sintió tristeza —él lo llamaba así: sentimiento de la vergüenza—, ya que desde hace tanto tiempo había dejado de ver por su madre, y cada vez que ella lo había llamado por teléfono él se había mostrado impaciente, y al final agresivo, puesto que le estaba robando tiempo, que era dinero, justo cuando él estaba haciendo peripecias con millones. Él y su madre tenían un común denominador. Los anhelos. Pero medidores muy distintos. El suyo: el éxito. El de ella: el amor —amor que había hecho posible su éxito. Solamente existe una contradicción más grande: la que hay entre la vida y la muerte.
Se fue a la cama. Despertó cuando su madre se estaba inclinando sobre él. Sonreía. Él vio al principio nada más eso: su sonrisa. Estaba hecha de luz. Es algo difícil de explicar. Básicamente no se podía ver otra cosa, sólo luz. Pero las partículas de luz estaban unidas para formar una sonrisa. Él sabía que esa sonrisa era su madre. Hilos de luz: sus cabellos. Su pecho: un resplandor. No se trataba de una mujer vieja, era un cuerpo de luz que igualmente podía haber sido el de una muchacha joven. Pero él sabía: era su madre. Sin edad. Era evidente que se trataba de lo que se debía entender por espiritualización. Él miraba —y se preguntaba si de verdad tenía los ojos abiertos. Estaban abiertos. Nada cambió cuando se propuso abrir los ojos. Había ahí un cuerpo de luz que se inclinaba sobre él, y en el cual él reconocía el rostro de su madre. Rostro que mostraba el orgullo y el amor que él nunca le quiso conceder a su madre mientras estuvo viva. Su sonrisa. Lo ponía sumamente inquieto. Ella sabía algo que él ignoraba, pero eso lo podía entender: no debería tener miedo. No ahora, ni nunca más.
Él quería tocar a su madre. No se puede tocar la luz. Brincó de la cama, queriendo demostrarse a sí mismo que no estaba soñando. Encendió todas las luces de la casa. Se paró frente al espejo del vestíbulo. Éste soy yo. Sí. Estoy despierto. Sí.
Regresó a la cama. La luz del techo, la lámpara de pie, la lamparita sobre el buró, todas encendidas. Ven otra vez, por favor, ven, pensó ahora. Pero sólo era la luz que él había encendido —y que apagó al día siguiente, en la madrugada.
Le contó esta historia a la Schachinger, Elfi, de soltera Wiesmaier, una mujerona que había engordado, y que llegó a darle sus condolencias. Luego, hosco, le pidió que se marchara. Él no acudió al entierro de su madre. Ella está aquí y no en el ataúd, dijo. No renunció, simplemente no voló de vuelta a Londres. Todavía vivió en casa de su madre ocho años. Dormía en la cama de ella. Cocinaba en la estufa de ella y comía en la vajilla de ella. Se envolvía en la cobija de ella cuando se sentaba en el sofá de ella a tomar la infusión de ortigas que ella tomaba. Esperó. Un día volvió a ver la luz.
La homepage de la comunidad de Ungenach no contó después de eso un habitante menos, ya que Peter Klimek no estaba registrado en Ungenach. Pero sí un alma más.