

Transcurso
Gloria Jackelín Cantero Mariscal
La espió toda la noche. Se sentó cerca de la barra de vinos, a un costado de las mesas de billar, lejos del nauseabundo olor despedido por los baños, que penetraba toda la zona de fumadores. La vieja rockola inservible, algunos todavía intentaban hacerla encender, la golpeaban y azotaban; otros, inteligentemente, intentaban girar el cerrojo para tomar las monedas.
          Mirando de un lado a  otro, confundido, invadido de sueño pero con los ojos más abiertos que nunca,  los observó aquellas horas que ellos pasaron sentados. En ocasiones él tapaba  sus ojos con un gesto de tristeza, ella lo animaba, también arqueaba las cejas,  imposible saber por qué, hasta que ella lo tomó de la mano, lo miró con ojos emperlados,  brillantes, que acallarían cualquier grito, que cesarían cualquier llanto. Detuvo  el movimiento.
          No rompió a llorar, pero  él, cabizbajo, insistía, intentando darle por su lado, tal vez peleaban por  algo, o recordaban momentos agrios, o simplemente se trataba de una charla  fría. Pero mi chica… por qué ella…
          Aquella tarde debía  verla. Seguía mi rutina, que se rompe a las 7:00 p. m., cuando la saludo y ella  responde el beso. A partir de entonces, cada momento es único. Mientras, me  distraigo en el recorrido del autobús, el sol bajando cada vez más sobre los  edificios, bañándolos de rojo, con brisa salmón, después azul violeta, hasta  que cae la noche.
          La llamé y, puesto que  no había inconvenientes, acordamos vernos en el lugar de siempre. Yo iba  saliendo del departamento, cerré la puerta, las llaves cayeron a mi bolsa  delantera y me dirigí hasta el corredor y salí a la calle. Avanzaba feliz  cuando mi celular terminó con la tranquilidad. Lo saqué de un golpe y con otro  me recargué en una vieja barda: “No podemos vernos, tengo que salir de emergencia.”
          Así que cambié la ruta,  tenía bastante tiempo y aún podría llegar a la terminal que cruza a diario  cuando sale de la escuela. Entonces la seguí, sin violar ninguna regla, tan  sólo quería indagar el porqué de su ausencia y aquel alejamiento, no pretendía  molestarla. Permanecería sigilosamente cerca de ella para observar su camino,  después me retiraría.
          Pero la angustia  carcomió mi confianza, un mar de preguntas en mi cabeza ahogándome… hubiera  echado a correr, gritarle, preguntarle por qué tanto misterio, normalmente  siempre se aseguraba de decirme dónde se encontraba.
          Dio vuelta en una  esquina. Antes de entrar volteó a un lado, después al otro, y finalmente se  metió al bar.
          Pasó el tiempo, ¿cuántas  horas? Había olvidado ya cuántas veces la mesera pelirroja con botas negras y  plateadas me preguntaba si se me ofrecía algo más. Levanté la cara y pedí una  cerveza cuando vi que Dalia se retiraba. Hacía un movimiento suave al  levantarse de aquella silla para recoger el abrigo antes que el idiota lo tomara.  Salió sin voltear, él la siguió hasta que ella abordó un taxi y yo quedara  perplejo en la entrada con aquella tormenta que empeoraba mi camino de regreso.