Julián

Andrea Robles Moreno

 

 

 


—Sí, doña.
Lunes, tan similar al pasado.
—No, Lupe, ¡no quiero ir!
—Vas a ir, yo ya no puedo contigo.
—Neta, te prometo que no lo vuelvo a hacer.
—Es que, mijo, no es por mí, es por ti, pa que estés bien, déjate ayudar.
—Yo no ocupo ayuda, y ya me voy a la escuela.
Sale de la casa.
—¡Julián!
—¿Qué quieres, güey?
—Tú me debes dinero de lo del viernes.
—¿Y?
—Que quiero que me lo pagues.
—Ahorita no tengo lana, ya me voy a la escuela.
—¡No, tú no te vas a ningún lado, me tienes que pagar!
—¡Que no tengo! Ya suéltame, cabrón.
— ¿Cómo me dijiste?
—Como oíste, que me sueltes.
Dale, dale Luis, tú puedes, Luis, Luis, Luis.
—Ya no manches, Luis.
—¡Quítate, Pancho!
—Luis ya, no mames, ve cómo está, te pasaste, lo dejaste bien madreado.
—¡Ja ja ja! ¿Y qué? ¡Pa que aprenda!
Se detiene, se sube.
Piensa, lee, escucha música, cruza los brazos, piensa otra vez, mira por la ventana, esta semana no sube él.
—No se quedó.
—No manches, Felipe, ya estás bien clavado, te hace mal esa chava.
—¿Por qué no se habrá quedado esta semana?
—¡No sé, güey, pero hay más mujeres en el mundo! Y además, a ella ni le hablas.
—No manches, ¿y qué? ¿Quieres que me guste una morra igual a todas las demás? Ella es diferente.
—Pues sabe.
Se meten a clase.
Suena su celular.
—¿Bueno?
—Señor, ¿puede venir para mañana, a la fiesta de mi sobrino?
—Ahora sí le quedé mal, señora, en la semana me asaltaron y me dieron un navajazo y pues estoy en reposo.
Se abre la puerta.
—¿Quién es, papá?
—Una clienta.
—No se preocupe, gracias señor.
Cuelga.
—Papi, ¿y si yo voy a la fiesta? Ahí tengo mi traje.
—Pero, ¿quién te va a acompañar?
—Lucy, le presto el otro traje…
Fiesta, globos, pastel, piñatas, niños, diversión y para ellas un descanso, para comer.
—¡Hola! ¿Susana?
—¿Felipe? Hola.
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Nervioso, sorprendido, feliz, por verte aquí.
—¡Ja ja ja!
La piel erizada, reflejados en las pupilas del otro, la sonrisa de enamorados, el tiempo lento, pero hoy con la lengua desengrapada como si le tuvieran miedo al silencio.
Se detiene, se sube. Sonríe, sonríe, piensa, escucha música, lee, sonríe otra vez, es feliz de nuevo, mira por la ventana, él se sube.
—Hola.
Él no contesta.
Se detiene, ella se baja, él sigue.
—¿Puedo pasar?
—Tarde de nuevo, señorita Susana, me sorprende, pase. ¿Y Julián?
—No lo sé.
Comienza la clase.
—¡Hola! —lo besa.
—Hola, hermosa. ¿Cómo estás?
— Bien, sólo que ya me tengo que ir, mi papá tiene un nuevo trabajo, ya vamos a estar mejor.
—¡Qué bueno!
Se detiene, se sube ella, se detiene, se sube Julián. Lo mira, ya no lo reconoce, Julián le sonríe, se recorre. Un golpe, el grito de una señora, Julián desmayado, débil, muy débil.
—Siéntenlo, rápido.
Sientan a Julián, Susana vuelve la cabeza y lo mira tras de ella, sentado, con la cabeza baja, llorando.
Jueves, un jueves diferente, ella, su cabello negro azabache hoy lo lleva suelto, largo, largo, su falda y su rebozo limpio, hoy de color negro, cuatro hijos, cuatro nietos, una abuela amorosa, seguro, como todas, pero hoy triste.
Se detiene, se sube con Jorge, su padre. Piensa, piensa, llora, se limpia las lágrimas, escucha música, mira por la ventana y la reconoce, ella se sube. Se abrazan y lloran juntas.
Julián, un chico distraído, un buen amigo, un buen nieto, desde sus seis años vivió con su abuela, doña Lupita, diecisiete tenía, ayer murió por sobredosis, sus padres, de ilegales en Estados Unidos, jamás recordó sus rostros, ni ellos jamás lo recordaron a él. Julián, Julián, ya no se subirá con ella al camión a escuchar música, ya no llegará tarde a clases, ya no tomará, ni tendrá otra sobredosis, ya no estará triste, ya lo recordarán por siempre.
Lunes, fresco, pero diferente a los demás.
Se detiene, se sube. Piensa, piensa, lee y mira por la ventana. Se detiene, pero él ya no sube, ya no subirá jamás.