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Grafógrafo

Raúl Caballero

Para Luis Rico

Se sentó de nuevo en el sofá situado a un lado del escritorio. Comenzó a escuchar Yellow moon de los hermanos Neville, uno de los casetes que Mita le regalara la otra tarde. Tomaba whisky y no sabía qué (o a quién) le iba a escribir.

Había repasado las fotografías postales pensando en Juanjo, en Marisela, en Luis, en Arturo... no eligió ninguna para nadie pero dejó una recargada en la máquina de escribir que un fotógrafo no identificado tomara a Billie Holiday en 1940.

Mita hizo un dibujo de él con esa misma Billie cantando blues en otro plano un poco detrás de su rostro, lo titularon “Aleteo del ángel que domeña la tristeza”. Ella se lo regaló. Es un retrato que despertó asombros entre los amigos, él mira algo que está en otro lado, como asomarse a un calidoscopio y ver justo en el mosaico que está entre lo místico y lo mágico un fragmento del futuro, el prisma de una historia que va dejando en algunos poemas, en un relato que lo desvela, en cada insomnio, en cada café con cigarros a todas horas.

Observa una escena de Moretto: Die heilige Justina. Es una postal alemana donde la mujer con una larga pluma en la mano derecha, de pie, escucha súplicas de amor de un caballero de negro reclinado a sus pies; hincado a la diestra de ella está un blanco unicornio que percibió, en ese bosque, el olor castísimo de la virgen.

Más allá está Gustave Klimt vestido con una amplia túnica abrazando uno de sus gatos. Desde un patio sin jardín Klimt atraviesa el ojo de la lente. La mirada del gato se queda dentro de la fotografía pero la de él transgrede poderosamente el ojo del calidoscopio.

Billie canta, con un tocado de flores en la cabeza, un collar de perlas, ante un micrófono, canta. Canta fervorosas palabras que emigran de un sax ríspido a la dulzura (a veces amarga) de una trompeta. Musa prodigiosa. Influye tanto en él como en ella. Par de sabinianos.

Ahora se escuchaba Texas, uno de Miles Davis con Parker, Coltrane, Evans, Kenny Clarke y Barney Wilen; tercera ¿o cuarta? copa de whisky. Para entonces había desechado la posibilidad de proseguir el relato que lo ocupa. Revisó por encima las primeras dos partes aparentemente terminadas (corregiría ya sin acotaciones durante la próxima —y esperaba definitiva— mecanografía. “Esa tarea diurna —pensó—, esa faena de talacheros de la sintaxis, jardinería de las ideas, podar, corregir lo escrito a la hora de la lluvia”); ordenó las cuartillas y apuntes sueltos en una tentativa secuencia con la que ya se esbozaba la tercera y tal vez parte final.

Porque intuía estar escribiendo un relato (si llevaba treinta hojas en las dos primeras partes era probable que la tercera se resolviera en otras veinte, acaso veinticinco), aunque le gustaba conservar durante días, y acariciar como Klimt al gato, ciertos devaneos que lo llevaban a pensar que tal vez lo que enfrentaba era una novela. Había dispuesto las fichas a un lado de la máquina de escribir pero no se sentó ante ella, prefirió el sofá, una copa y la música. Pero sabía que iba a escribir.

Luego de haberse levantado comprobó que Mita dormía y una vez de nuevo en el sofá, recordaba la tarde en que ella se metió al cine mientras él cumplía con un compromiso de trabajo. Se reunieron después en lo de los capuchinos. Ella entre tanto se regaló a sí misma algunos libros, compró postales para los amigos y le obsequió esos tres casetes. “Fue una tarde contradictoria, con lluvia y con sol —recordó— como nosotros, subiéndonos al crepúsculo y al final bajarnos y avanzar al departamento, encender velas, besos y silencios”.

Entonces tomó un cuaderno y al ir hojeándolo en busca de la página en blanco, se detenía en anotaciones que ya no recordaba cuándo fueron hechas, las leía y releía, agregaba algo, una doble raya debajo de una frase, otro tachón, nuevas palabras, así hasta la mitad donde ya no había nada escrito. Entre el sonido de Yellow moon, su ritmo sincopado y la evocación de la luna que efectivamente al volver la noche de aquella tarde encontraron enorme y amarilla antes de llegar al departamento, sintió el impulso de anotar lo que fugazmente palpó como un verso. Se contuvo. No atinaba a saber si sería el primer verso de otro poema o una simple prosa que tal vez se obstinara en permanecer a la deriva en esos renglones. Detesta, teme la pérdida de algo no apreciado aún, de algo no aprehendido, apenas vislumbrado. Tantas veces se quedaban imágenes completas en libretas nunca vueltas a abrir, en pedacitos de papel, servilletas, márgenes de periódicos, bolsas de papel estraza con las que le entregaban la compra de sus revistas.

Cuántas veces se perdían en el sueño después de los prolongados insomnios. Siempre trata de tener cuidado con esa primera línea, siente que en ella están las subsecuentes hasta el silencio, del otro lado, en ese nuevo y recobrado principio. Por eso procura no anotar ni una palabra sin tener la certeza de haber domeñado la atmósfera totalmente. Supo que no iba a escribir un poema. Aquella tarde de café, libros de arte y lunas amarillas se difuminó llevándose la sensación de un verso.

Ahora la voz de Sara Vaughan también había llegado al silencio, el aparato estaba encendido pero sin sonido alguno, la copa de licor a medias, un cenicero repleto de bachas de cigarros. Sentado en el sofá con un bloc de páginas amarillas y la pluma suspendida en el aire parecía a punto de concluir algo, iniciar un último párrafo.

Pero no supo en cambio a qué horas escribió el primero, aunque se apresuró a poner la dedicatoria antes de redactar el segundo, cuando supo que no escribiría tampoco una carta.


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