De pronto volteé hacia la ventana. Me quedé mirando un punto fijo en el cristal que brillaba con el sol. Vi caminar de prisa a un hombre que se dirigía hacia la cafetería desde donde lo observaba. La tela del pantalón se asemejaba a dos patas de elefante, gruesas y bombachas teñidas de lodo por el charco que pisaban.
El hombre bajó la velocidad al llegar a la puerta y la sostuvo con su maletín negro. La acción abrió paso para dejar pasar a la rubia, quien segundos antes se había visto en el café con su amante. Al ver su cabello rizado y labios rojos, el semblante de aquel hombre cambió, se sintió atraído por ella. Depositó en la mujer toda la esperanza del amor occidental. Se hizo ligeros sueños, pensando: “Esta mujer me gusta para todo” y mientras ella lo ignoraba, se ponía sus gafas y fingía una sonrisa benevolente, el hombre de pantalón caqui por fin entró a la cafetería.
Al verlo más de cerca pude notar en su pierna derecha, a la altura de la rodilla, un pliegue muy marcado, parecido a los ganchos de fierro en donde si uno cuelga de mala manera una prenda, deja su huella imborrable. Mi vista pasó del cliente sentado en la barra a la pata de elefante, hasta la camisa, el saco, la barbilla y sus ojos. Al verme, aquel hombre volvió a pensar: “Es muy joven, pero linda. Me recuerda a la novela de Nabokov”. Seguí mirándolo, pero al ver que mi mirada no correspondía a sus pensamientos, sintió un ligero atisbo de vergüenza y fijó la mirada en el suelo. La pena en sus ojos me hizo pensar que tal vez llevaba el pantalón de esa manera porque simplemente no podía llevarlo de otra forma. Hoy se habría despertado tarde para ir a trabajar porque por la noche discutió con su exesposa. Lo buscó de nuevo para pedirle el dinero del mes que según ella tanto le hace falta. Esto quizá alrededor de las ocho de la noche y tras discutir un par de horas y forzar su boca a decir: “Sí, pronto tendré el dinero”, pudo quedarse tranquilo y solo, como siempre. Tal como lo había deseado 20 años atrás, cuando la rebeldía de los 30 le entró por la cabeza y decidió irse y dejarlo todo. Pensaba en sus hijos, pensaba en el tiempo que transcurre tan rápido, en las decisiones que tomamos y que sepultan las posibilidades. De repente, pensó también en su niñez, su infancia, sus hermanos y sus padres. Pensó en la violencia avasalladora con la que creció. Quizá eso explica un poco su actitud y su visión del mundo ahora. Quería desaparecer del plano en cierta forma, no ser necesitado ni esperado por nadie. Vivir tranquilo y solo.
Cuando el hombre por fin encontró una mesa para beber su café, un mesero se acercó a brindarle la carta. Sin pensarlo, el hombre de pantalón caqui ordenó un americano sin azúcar. Y mientras se quitaba su sombrero color gris, sacó un libro de su maletín y se dispuso a leer Pedro Páramo de Rulfo. Su mirada cambió, hubo paz al adentrarse en el libro. Sonrió al sentirse como el personaje. Al cambiar la página salió volando un pequeño volante con la leyenda: “Impresiones García”. Aquel hombre era un impresor de Las 9 Esquinas. Hombre de trabajo que había aprendido el oficio de su padre. El pliegue del pantalón se lo había hecho al hincarse para sellar un paquete de impresiones de calendarios 2020. Buscaba sólo un espacio de tranquilidad para leer y beber un café negro sin azúcar.