Por la catedral de cuatro naves
suben y descienden acólitas voces.
El colibrí del tiempo
es puntual a la cita,
poliniza con su pico la rosa del cenit.
La naranja de las horas se desgaja
en doce campanadas;
son aves que repican en vano
sus nidos al revés, y preguntan:
¿Dónde está el Ángelus?
Lo han desterrado los sodomitas.
Serpientes de fuego
trepan y devoran las torres de Notre Dame;
hay bronces que son amargos
porque convocan al llanto;
su rebato semeja
un revuelo de ánimas.
No moja la llovizna de París;
son lágrimas y responsos
los que caen a gotas,
humedecen los labios
y dejan un sabor a vinagre.
La Ciudad Luz llora
porque ha perdido su “aguja”;
el Sena la busca
en su pajar de agua.
El muerto que camina y rueda
en su habitación oscura
clavada de silencios.
Luego atraviesa, sin saberlo,
la póstuma puerta.
Hay pasos que marcan
una marcha fúnebre,
se enarbolan en el Gólgota
y expiran a la hora nona.