Caperucita Roja Verde
—Yo no era Lobo, me hicieron —vociferaba Feroz, aullando más por desesperación que por dolor, inmune ya su cuerpo al sufrimiento, luego de más de una semana de tortura. Había llegado hasta ahí por órdenes de Caperuza, temerosa de que revelara los oscuros secretos de su pasado. Ahora que estaba a punto de convertirse en primera ministra, no podía dejar cabos sueltos, eso hasta el lobo más ingenuo lo sabía. ¿Pero por qué no me desaparecen y ya?, se preguntaba Lobo cuando alguna ráfaga de lucidez asaltaba su frágil entendimiento, a punto de perderse en los oscuros laberintos de la locura. Como un eco lejano escuchó la puerta abrirse y cerrarse y unos pasos que se acercaban.
—Por nostalgia, Lobo, por nostalgia, ya sabes que soy una romántica empedernida —escuchó Lobo una voz seductora, bastante familiar para sus oídos—. Por supuesto, te preguntas por qué me tomo tantas molestias contigo, y no me limito a desaparecerte y ya. Hemos compartido tanto —añadió con un suspiro— que me parte el corazón entregarte a Leñador.
Un estremecimiento sacudió a Lobo. Recordaba cuando Leñador se interpuso entre ambos. En el fondo sabía que el amor y la pasión de Caperuza hacia él permanecían intactos, pero hacía tanto que había cambiado sus emociones por sus intereses que no dudó en dejarse ver en público con Leñador. No sólo por su cinismo y su falta de escrúpulos, sino por su apostura, su fotogenia y —aunque le dolía reconocerlo— su vigor de macho en celo la habían conquistado. Y más: desde que sus electores —sobre todo el sector femenino, hasta entonces un poco renuente— supieron de su nueva relación su popularidad se disparó hasta las nubes. Los cambios se precipitaron en cascada. Lobo quiso emprender la huida —desde entonces había intuido este final—, pero Caperuza nunca dejó de acosarlo. En primer lugar renegó de sus ideales juveniles, cuando ambos se conocieron. De ser comunista de hueso colorado —le chocaba que le dijeran rojilla— se transformó en ecologista, arrobada por las modas que le trajo Leñador. Sin mucho trabajo se dejó convencer de que este cambio la beneficiaba. Y tanto, que estaba a punto de convertirse en primera ministra. Lobo era lo único que podría ensombrecer su futuro, removiendo un pasado que ahora no la enorgullecía. Dejó de ser la Caperuza Roja —Lobo le decía Caperucita en la intimidad— para transformarse en la Caperuza Verde.
—¿Vienes a burlarte? ¿A escucharme suplicar? ¿A pedirme que me retracte? Pues sí: te daré una última satisfacción: reniego de mí, de aquello en lo que me convertí, de lo que llegamos a ser. Yo no era Lobo hasta que te conocí. Creí en lo que construimos, en lo que alcanzamos. Pero a ti el dinero y el poder te corrompieron…
—No seas pendejo, Lobo —interrumpió Caperuza el discurso, demasiado repetido—, todo era el dinero y el poder. Por suerte para mí llegó Leñador a tiempo; contigo ya estaba estancada, ya no podía ir más allá. Quería saber si poseías algo que pudiera comprometer mi mandato, pero ahora estoy segura que no, así que esta es la despedida.
A través de sus párpados hinchados, Lobo pudo ver la mano de Leñador que se elevaba empuñando un revólver (esta modernidad, ironizó por último Feroz: ¿dónde quedó el hacha?). Cerró los ojos, los sentidos embotados, y no supo en qué momento jaló el gatillo.