Trabaja de ocho a diez horas al día, llega en camión a casa, ve la televisión, prepara la cena, se va a dormir, despierta y repite. Trabaja todos los días. Es un buen trabajo, no es tan horrible: lleva comida a la mesa y paga los recibos. Se encuentra en el punto en el que ni siquiera presta atención a los días, no es capaz de recordar los eventos de ayer, los fines de semana son como un borrón mental de soledad.
Cierto día se sienta al lado de una mujer en el camión de camino al trabajo. De su edad, alta, hermosa, con la mirada de quien se levanta con el pie derecho cada mañana.
“Hola,” dice la mujer, removiendo un flequillo de su cara.
Por favor, no. Él no vale nada, ni una conversación entre desconocidos. Lo asusta la idea del contacto humano fuera del trabajo. Al final todo termina en fracaso.
Ella se sonroja, y gira su cabeza un poco, observándolo por un instante.
“Hey…” le responde, su vista adherida al piso.
Hablan por unos cuantos minutos antes de que el camión se detenga. Consiguió su nombre: Libitina. Es latín, dijo, a sus padres les gusta la historia antigua. No le importa mucho. La mujer le da su número celular, y él se baja.
Trabaja por unas cuantas horas. De regreso a casa, recuerda a aquella mujer de nombre inusual y descubre su ausencia; normal: ella le habló de un trabajo que consumía todo su tiempo, pero que acababa conociendo a muchas personas. Tal vez él fue una de ellas, tal vez no.
Llega a casa y enciende el televisor, con el canal de noticias a todo volumen. Asalto a centro comercial cercano, algunos muertos, muchos más heridos; aún no atrapan a los ladrones. Cierra la puerta con llave y se comunica con Libitina. Quizá el trabajo al que se refería lo tenía por esa zona. Ella no contesta, pero recibe un mensaje después de hacer su llamada, preguntándole si se encuentra bien. Sus preocupaciones se desvanecen. La cena está buena, no tan insípida como otras noches. Pero no se da cuenta, no le importa, y se va a dormir.
La ve de nuevo en el autobús, y se sienta a su lado. Hablan un poco; le gusta la filosofía, ¿a él? A él le gusta… bueno, no le gusta mucho.
Le recomienda la escritura, y recuerda que disfrutaba mucho escribir cuando estaba en la escuela. Toma una nota mental para recordar que debe comprar papel, así sus bocetos serán algo tangible.
Trabaja, y su jefe le dice que se vaya a casa temprano, hizo un gran trabajo en la semana.
Platican por teléfono, y el tiempo pasa volando; él en internet busca guías de escritura. Había una historia que siempre quería escribir, aunque los detalles se hayan tornado difusos, pero logra recordar lo suficiente para comenzar.
No para de sonreír hasta caer dormido, con sueños plagados por múltiples planes para su nueva afición.
Hablan de nuevo en el camión y se preocupa por ella. No se ve tan bien hoy, tiene un aspecto polvoriento, remarcándose el paso de los años en sus facciones. Preguntaría, pero sabe no entrometerse en asuntos que no le incumben. Tal vez esté enferma, aunque estaba bien ayer.
Obtiene un aumento. Su jefe no para de hacerle cumplidos acerca de su desempeño.
Conversan toda la noche; nunca se ha sentido tan alegre en su vida. No ha tenido novia, pero quizá haya encontrado a su media naranja. Qué extraño, es la primera vez que se emociona mientras espera el camión.
Hoy no la ve en su trayecto. Se sienta al lado de una mujer mayor, y ella le sonríe. Le devuelve la sonrisa y hablan un poco.
A él le gusta la literatura, y a ella la filosofía.