El hombre se esconde en sí mismo, en el cuerpo que habita. Se esconde en el eco de una voz que en ocasiones no resuena; se esconde en el rostro que se muestra al mundo portando una careta. Ensimismado la mayor parte del tiempo, el hombre vive consigo mismo y sin embargo no se conoce.
Vive en una pausa eterna y cuando quiere opinar lo hace desde un yo que teme el qué dirán; no se arriesga. En ocasiones se traga sus ideales por temor. Por temor a mostrarse tal cual es, a que el otro penetre dentro y lo conozca y conozca entonces sus debilidades. ¿Cuáles? Todas. ¿Quiénes somos cuando nadie está observándonos? Somos nosotros mismos de forma auténtica. El desconocido que nos habita. La peor versión de nosotros.
En la palabra escrita se describe muy bien aquello que se piensa y que en ocasiones no se dice. Podemos conocer a alguien, más que por su forma de hablar, por su forma de escribir. Qué piensa, cuáles son sus deseos, cuál es su filosofía de vida. Y se escribe cuando el propio rostro quiere salir, gritar, maldecir. Se escribe cuando el yo moral no quiere hacerlo, pero el alma lo traiciona.
Para ayudarnos a pensar está la escritura, para ayudarnos a pensar están los libros, en especial la poesía, porque rememora imágenes que creíamos olvidadas, sentimientos que siguen frescos como manchas de pintura. En las fibras sensibles del corazón, que no hablan, pero observan, está nuestro verdadero ser.
El lenguaje está lleno de puntos suspensivos...