Jocelyne nació un 3 de mayo,
un día con mucho sol;
fue el regalo perfecto para su madre.
Nació con los ojitos hinchados
con la boca rosada
y pesó 5 kilos.
Antes de su llegada sus papás creyeron
que era niño, pero no, fue mujer
y la llamaron Jocelyne.
Quizá si lo reflexiona ahora
a ella también le habría gustado ser hombre,
tal vez de esa forma habría tenido derecho a elegir.
¿A elegir qué?
Con quién salir, qué hacer, qué pensar
qué comer, qué vestir.
Incluso, decidir morir cuando se le viniera en gana.
Pero no, fue mujer
y ahora hay quien le dice qué hacer,
qué pensar, qué comer, qué vestir
cuándo casarse, cuántos hijos tener
y cuándo morir.
Por esa serie de condiciones
ella ya no puede elegir.
Ha perdido el derecho
de que su voz tenga eco,
de que alguien la escuche.
Ella pasa por una fuerte depresión
desde hace dos años, según su familia.
Pero yo la conozco y lleva así
más de la mitad de su vida.
¿Qué puede hacer?
¿Qué quiere?
No lo sabe, no puede saberlo.
El temblor de Jocelyne
inició el domingo
temblor al hablar y al llorar
al querer expresar lo que siente.
No puede con ella,
con los niños,
con el marido y con la casa;
se parte en dos.
Se parte en dos
al igual que la tierra en donde nació.
El temblor de Jocelyne es tan fuerte, tan tumultuoso,
tan ubicuo y tan voraz
que ha partido las entrañas de México
con un sismo de 7.1 grados Richter.